William Saroyan
Setenta mil asirios
Llevaba sin cortarme el pelo cuarenta días con sus cuarenta noches, y mi aspecto
empezaba a ser el de varios violinistas en paro. Ya sabéis de qué pinta hablo: genio
desastrado y a punto para afiliarse al Partido Comunista. Los bárbaros de Asia Menor
somos tipos peludos: cuando necesitamos un corte de pelo lo necesitamos de verdad.
Tanto era así que el sombrero se me había quedado pequeño. (Estoy escribiendo un
relato serio, tal vez uno de los más serios que escribiré jamás. Por eso me muestro
frívolo. Los lectores de Sherwood Anderson no tardarán en entender de qué hablo; se
darán cuenta de que mi risa es más bien amarga). Decía, pues, que yo era un joven
que necesitaba un corte de pelo, así que me acerqué a la Escuela de Peluquería de
Third Street (en San Francisco), donde por quince centavos le cortaban a uno el pelo.
Third Street, más abajo de Howard, es un distrito; para haceros una idea,
imaginaos el Bowery de Nueva York, o Main Street, en Los Ángeles: ancianos y
muchachos en paro, holgazaneando, fumando Bull Durham, hablando del gobierno,
esperando a que algo suceda, o sólo esperando. Era una mañana de lunes del mes de
agosto, y muchos de los vagabundos de la zona habían ido a la barbería para animarse
un poco. El muchacho japonés que cortaba el pelo gratis tenía a once tipos en su lista
de espera; las sillas de los demás barberos estaban ocupadas. De modo que me senté a
esperar. Afuera, como diría Hemingway (Fiesta, Adiós a las armas, Muerte en la
tarde, El que gana no se lleva nada), cortarse el pelo valía cincuenta centavos. Yo
tenía veinte centavos y medio paquete de Bull Durham. Me lié un cigarrillo, le pasé el
paquete a uno de mis coetáneos que parecía tener mono de nicotina y me tragué el
humo seco, pensando en Estados Unidos y en la actualidad política, económica y
espiritual. Mi coetáneo era un muchacho de dieciséis años. Parecía de Iowa;
potencialmente espléndido, un norteamericano fuerte pero bajo, muy bajo de moral.
Pocas horas de sueño, la misma ropa durante varios días, un poco de miedo, etcétera.
Sentí mucha curiosidad por saber cómo se llamaba. Un escritor siempre busca la
realidad de los rostros y de los personajes. Iowa dijo:
—Acabo de llegar de Salinas, No hay trabajo en los campos de lechugas. Ahora
me iré hacia el norte, a Portland; intentaré embarcarme.
Quise decirle cómo me iba a mí: me habían rechazado un relato en Scribner’s y
un ensayo en The Yale Review, no tenía dinero para comprar cigarrillos decentes y llevaba zapatos de suela gastada y camisas viejas, pero temía dar demasiada
importancia a mis problemas. Los problemas de un escritor resultan siempre
aburridos, un tanto irreales. La gente tiende a pensar: «¿Y a ti quién te ha mandado
ponerte a escribir?». Uno debe ocultar que es escritor. De modo que me limité a
decirle:
—A ver si en el norte hay suerte.
Iowa negó con la cabeza.
—No te desanimes. Inténtalo de todos modos. No tienes nada que perder.
Parecía un buen muchacho, espero que no esté muerto, espero que no se haya
congelado, hace mucho frío en esta época del año (diciembre de 1933), espero que no
haya muerto; merecía vivir. Iowa, espero que hayas encontrado trabajo en Portland;
espero que estés ganando dinero; espero que hayas alquilado un cuarto limpio con
una cama caliente; espero que duermas por las noches, y que comas cuando toca, y
que camines como un ser humano, y que seas feliz. Te deseo lo mejor, Iowa. He
rezado varias veces por ti. (De todas formas, supongo que ya está muerto. El día en
que lo vi ya lo acechaba el rostro vil y malévolo de la bestia, mientras en todos los
cines de Estados Unidos se proyectaba, una y otra vez, una película de dibujos
animados en la que había una canción titulada «¿Quién teme al lobo feroz?», y que
trata de eso, precisamente, de la gente con dinero que se ríe de la muerte agazapada,
acechando a muchachos como Iowa, que hace como que no se da cuenta de que está
ahí, agazapada y riéndose en los cines calientes. He rezado por Iowa, pero me
considero un cobarde. Ahora ya debe de estar muerto, y yo estoy aquí sentado, en un
pequeño cuarto, hablando de él, hablando solo).
Empecé a observar al muchacho japonés que era aprendiz de barbero. Estaba
afeitando a un anciano vagabundo que tenía un rostro espantoso, uno de esos rostros
que se forman a base de años y años de vida esquiva, años y años de inestabilidad, de
no ser de ningún sitio, de no poseer nada, y el muchacho japonés echaba atrás la
cabeza, y con ella la nariz (la suya propia), para no tener que olerlo. Es ésta una
observación banal en un relato, un detalle que no ha lugar en una obra de arte, y sin
embargo yo lo pongo de todos modos. Un joven escritor siempre teme que se le
escape cualquier hecho insignificante. Quiere poner por escrito todo lo que ve. Yo
quería averiguar cómo se llamaba el muchacho japonés. Los nombres me interesan
mucho. He descubierto que los mejores son los que no son conocidos. Qué me decís
si no de un nombre importante como el de Andrew Mellon. Yo observaba al
muchacho japonés muy atentamente. Quería averiguar, por el modo en que alejaba su
olfato de la boca y los orificios nasales del viejo, qué pensaba, cómo se sentía. Hace
años, cuando yo tenía diecisiete, fui a podar vides a la viña de mi tío, al norte de
Sanger, en el valle de San Joaquín, y allí trabajé con varios japoneses, Yoshio
Enomoto, Hideo Suzuki, Katsumi Sujimoto, y uno o dos más cuyos nombres no
recuerdo. Aquellos japoneses me enseñaron a decir en japonés frases sencillas como
«hola, cómo estás», «qué buen día hace, verdad», «adiós», etcétera. Le dije en japonés al aprendiz de barbero:
—¿Cómo estás?
Él me contestó en japonés:
—Muy bien, gracias. —Y luego, en un inglés impecable—: ¿Hablas japonés?
¿Has vivido en Japón?
Yo le contesté:
—No, por desgracia. Sólo conozco algunas palabras. Hace tiempo trabajé con
Yoshio Enomoto, Hideo Suzuki y Katsumi Sujimoto; ¿les conoces?
Él siguió haciendo su trabajo mientras pensaba en los nombres que yo había
pronunciado. Me pareció que susurraba: «Enomoto, Suzuki, Sujimoto». Y entonces
dijo:
—Suzuki. ¿Un tipo bajito?
Yo le contesté:
—Sí.
Y él dijo:
—Le conozco. Ahora vive en San José. Se ha casado.
Quiero que sepáis que me interesa mucho lo que recuerda la gente. Un joven
escritor va a sitios y habla con gente. E intenta averiguar lo que ésta recuerda. No
estoy utilizando un material fuera de serie para un relato breve. En esta obra no va a
pasar nada. No estoy imaginando una imbricada trama. No estoy creando personajes
memorables. No estoy empleando un estilo literario depurado. No estoy
desarrollando una ambientación lograda. No tengo ningún interés en vender este
relato al Saturday Evening Post, ni al Cosmopolitan, ni a Harper’s. No pretendo
competir con los grandes escritores de relatos, hombres como Sinclair Lewis, Joseph
Hergesheimer o Zane Grey, hombres que de verdad saben escribir, inventar historias
que vendan. Hombres con talento, hombres que dominan las reglas sobre la trama y
los personajes y el estilo y la ambientación y todas esas cosas. No es fama lo que
busco. No aspiro a ganar el Pulitzer, ni el Nobel ni ningún otro premio. Estoy aquí, en
el Lejano Oeste, en San Francisco, en un pequeño cuarto de Carl Street, escribiéndole
una carta a la gente corriente, contándole en un lenguaje sencillo cosas que no son
ningún secreto para nadie. Simplemente estoy relatando, de modo que si me voy un
poco por las ramas es porque no tengo prisa y porque no conozco las reglas. Si algún
deseo albergo es mostrar la confraternidad humana. Es ésta una gran afirmación, y
puede parecer algo afectada. Por lo general, a un hombre le da vergüenza afirmar algo
así. Teme que la gente sofisticada se ría de él. Pero a mí eso me da igual. Yo lo que
quiero es precisamente que la gente sofisticada se ría. Para eso sirve la sofisticación.
No creo en las razas. No creo en los gobiernos. Veo la vida como una sola vida al
mismo tiempo, millones y millones de vidas simultáneamente, por toda la Tierra. Los
bebés que aún no han aprendido a hablar ninguna lengua son la única raza del mundo,
el género humano: el resto es pretensión, lo que llamamos civilización, odio, miedo,
ambición de poder… Pero un bebé es un bebé. Y la forma en que lloran, ahí está la confraternidad humana, en los bebés que lloran. Crecemos y aprendemos las palabras
de una lengua, y vemos el universo a través de la lengua que conocemos, no a través
de todas las lenguas o de ninguna, sino a través del silencio, por ejemplo, y nos
aislamos en la lengua que conocemos. Aquí nos aislamos en inglés, o en
norteamericano, tal como lo llama Mencken. Todas las cosas eternas, en nuestras
palabras. Si algo quisiera es hablar una lengua más universal. El corazón humano, la
parte humana que se sobreentiende, la que es eterna y común a todas las razas.
Ahora empiezo a sentirme culpable e incompetente. Empiezo a tener la sensación
de que pese a tanto lenguaje empleado no he dicho nada. Eso es lo que hace que un
joven escritor pierda la chaveta, esa sensación de no estar diciendo nada. Cualquier
periodista habría sido capaz de condensar todo eso en un titular de cinco palabras. El
hombre es el hombre, habría dicho. Algo inteligente, con todas las lecturas posibles.
Pero yo quiero emplear un lenguaje que no genere más que una única lectura. Quiero
que el significado sea preciso, tal vez por eso el lenguaje que empleo es tan
impreciso. Estoy rodeando el tema, la impresión que pretendo causar, e intento verlo
desde todos los ángulos posibles para obtener una visión total, una visión de
conjunto. Lo que intento traslucir en esta obra es el corazón humano.
Dejadme intentarlo de nuevo: Llevaba mucho tiempo sin cortarme el pelo y mi
aspecto empezaba a ser desastrado, así que me acerqué a la Escuela de Peluquería de
Third Street y me senté en una silla. Y dije:
—Por detrás no me lo cortes mucho. Tengo la cabeza estrecha, y si me lo cortas
mucho por detrás cuando salga de aquí pareceré un caballo. De arriba corta todo lo
que quieras. No quiero loción ni agua, péinamelo en seco.
Leer hace sabio a un hombre, escribir lo hace minucioso, como veis. Esto es lo
que sucedió. No da mucho para un relato, y si es así es porque he dejado fuera al
barbero, al joven que me cortó el pelo.
Era alto, tenía el rostro oscuro y grave, los labios carnosos, al borde de la sonrisa,
y las pestañas gruesas, melancólicas, ojos tristes, nariz grande. Vi su nombre escrito
en la tarjeta que había pegada en el espejo, Theodore Badal. Un buen nombre,
auténtico, un buen joven, auténtico. Theodore Badal empezó a trabajar con mi
cabeza. Un buen barbero no habla hasta que no le hablan a él, por mucho que tenga
que decir.
—Ese apellido —dije yo—, Badal. ¿Eres armenio?
Yo soy armenio. Ya lo he dicho antes. La gente me mira y se queda extrañada, así
que yo me adelanto y se lo aclaro enseguida. «Soy armenio», les digo. O bien leen
algo que he escrito y se quedan extrañados, y yo se lo digo. «Soy armenio», les digo.
Es una observación absurda, pero yo la hago de todas formas porque la gente espera
que la haga. No sé lo que significa ser armenio, del mismo modo que no sé lo que
significa ser inglés, o japonés, o cualquier otra cosa. En cambio sí tengo una vaga
idea de lo que significa estar vivo. Eso es lo único que me interesa enormemente. Eso
y el tenis. Espero poder escribir algún día una gran obra filosófica sobre el tenis, algo del calibre de Muerte en la tarde, pero soy consciente de que aún no estoy preparado
para acometer semejante empresa. Creo que la práctica del tenis a gran escala, entre
los pueblos del mundo, contribuirá a eliminar las diferencias raciales, los prejuicios,
el odio, todas esas cosas. En cuanto haya perfeccionado mi drive y mi lob, espero
poder iniciar el bosquejo de esta gran obra. (Algún lector sofisticado podría pensar
que pretendo burlarme de Hemingway. Nada más lejos de mi intención. Muerte en la
tarde me parece una obra en prosa bastante buena. Ni siquiera puedo discutirla como
filosofía. Creo que su filosofía es mejor que la de Will Durant y Walter Pitkin.
Incluso cuando Hemingway escribe como un idiota, al menos es un idiota preciso.
Cuenta lo que sucede tal como sucede, y no permite que la urgencia de una idea
acelere el ritmo de su exposición. Eso ya es mucho. Para la literatura supone una
especie de progreso. Relatar pausadamente la naturaleza y el significado de algo que
dura muy poco).
—¿Eres armenio? —le pregunté.
Somos un pueblo pequeño, y cuando alguno de nosotros se encuentra con otro, la
casualidad se vive como un acontecimiento. Siempre buscamos a alguien con quien
poder hablar en nuestra lengua. Nuestro partido político más ambicioso calcula que
somos casi dos millones en todo el mundo, pero la mayoría de nosotros no nos lo
creemos. La mayoría nos sentamos, cogemos lápiz y papel, pensamos en una parte
del mundo e imaginamos cuántos armenios pueden vivir allí. Entonces anotamos la
cifra más alta posible y pasamos a otra parte del mundo, India, Rusia, la Armenia
soviética, Egipto, Italia, Alemania, Francia, Estados Unidos, Sudamérica, Australia, y
así sucesivamente, y cuando sumamos nuestras cifras más optimistas el total no llega
a un millón. Entonces pensamos en lo numerosas que son nuestras familias, en lo alto
que es nuestro índice de natalidad y lo baja que es nuestra mortalidad (salvo en
épocas de guerra, en que las masacres incrementan la mortalidad), e imaginamos con
qué rapidez aumentaría nuestra población si se nos dejara en paz durante un cuarto de
siglo, y eso nos pone muy contentos. Nunca pensamos en los terremotos, las guerras,
las masacres, las hambrunas y demás catástrofes, y eso es un error. Recuerdo las
campañas de Ayuda al Oriente Próximo que se organizaban en mi ciudad natal. Mi
tío, que era el orador, solía hacer llorar a un auditorio lleno hasta los topes de
armenios. Él era abogado y por lo tanto un gran orador. Pues bien, al principio el
problema era la guerra. Nuestro pueblo era destruido por el enemigo. Los que no
habían muerto se habían quedado sin casa y se morían de hambre, «nuestra propia
sangre», decía mi tío, y todos nos echábamos a llorar. Y recaudábamos dinero y se lo
mandábamos a nuestra gente, allí en la madre patria. Luego, después de la guerra, yo
ya me había hecho mayor, organizamos otra campaña de Ayuda al Oriente Próximo y
mi tío subió al escenario del Auditorio de mi ciudad y dijo: «Gracias a Dios, esta vez
no ha sido el enemigo, sino un terremoto. Dios nos ha hecho sufrir. Lo hemos
adorado pese a las penas, pese al dolor y la enfermedad y la tortura y el horror, y», mi
tío se echó a llorar, empezó a sollozar, «pese a la locura de la desesperación, y ahora Él nos ha hecho esto, y aun así nosotros lo alabamos, aun así lo adoramos. Los
designios del Señor son inescrutables». Al acabar el acto, yo me acerqué a mi tío y le
dije: «¿Lo que has dicho sobre Dios iba en serio?». Y él me contestó: «Eso era
retórica. Tenemos que recaudar dinero. ¿Qué Dios? Eso no son más que estupideces».
«¿Y cuando llorabas?», le pregunté yo a continuación, y mi tío me respondió: «Eso
era real. No he podido evitarlo. Tenía que llorar. ¿Por qué, por el amor de Dios, por
qué tenemos que pasar por este maldito infierno? ¿Qué hemos hecho nosotros para
merecer esta tortura? El hombre no nos deja en paz. Dios no nos deja en paz. ¿Acaso
hemos hecho algo malo? ¿Acaso no somos un pueblo piadoso? ¿Qué pecado hemos
cometido? Estoy disgustado con Dios. Estoy harto del hombre. El único motivo por el
que estoy dispuesto a levantarme para hablar es que no me atrevo a quedarme
callado. No puedo soportar la idea de que mueran más de los nuestros. Por el amor de
Dios, ¿acaso hemos hecho algo malo?».
Le pregunté a Theodore Badal si era armenio.
Y él me contestó:
—No, soy asirio.
Bueno, algo era algo. Los asirios procedían de nuestra parte del mundo, tenían la
nariz, los ojos y el corazón como nosotros. Sin embargo, su lengua era distinta.
Cuando hablaban no los entendíamos, pero se parecían mucho a nosotros. No me
alegré tanto como si Badal hubiera sido armenio, pero algo era algo.
—Yo soy armenio —dije yo—. En mi ciudad conocía a algunos muchachos
asirios, Joseph Sargis, Nito Elia, Tony Saleh. ¿Conoces a alguno?
—A Joseph Sargis sí le conozco —dijo Badal—. A los otros dos no. Vivíamos en
Nueva York hasta hace cinco años, cuando nos vinimos al oeste, primero a Turlock y
luego aquí.
—Nito Elia es capitán del Ejército de Salvación —dije yo. (Que nadie piense que
me invento nada, ni que pretendo ser gracioso.)—. Tony Saleh se mató hace ocho
años —proseguí yo—. Montaba a caballo y éste lo tiró al suelo, pero la pierna le
quedó enganchada. No pudo liberarse y el caballo siguió corriendo durante media
hora y luego se detuvo, y cuando fuimos a ver ya estaba muerto. Tenía catorce años.
Iba conmigo a la escuela. Tony era un muchacho muy listo, se le daba muy bien la
aritmética.
Empezamos a hablar sobre la lengua asiria y la lengua armenia, sobre el viejo
continente, sus condiciones de vida, etcétera. Me estaban cortando el pelo por quince
centavos y al mismo tiempo yo estaba haciendo todo lo posible por aprender algo, por
adquirir una nueva verdad, una nueva muestra de agradecimiento por el misterio de la
vida, por la dignidad humana. (El hombre tiene una gran dignidad, no creáis que no).
Badal dijo:
—No sé leer el asirio. Yo nací en la madre patria, pero quiero olvidarlo.
Parecía cansado, no físicamente, sino espiritualmente.
—¿Por qué? —le pregunté yo—. ¿Por qué quieres olvidarlo?
—Bueno —dijo él, riendo—, porque allí todo está acabado. —Repito
exactamente sus palabras, no añado ni quito nada—. Una vez fuimos un pueblo
importante —prosiguió—, pero eso fue ayer, anteayer. Ahora no somos más que un
tema de historia antigua. Tuvimos una gran civilización. Aún se la admira. Y yo
ahora estoy en Estados Unidos, aprendiendo a cortar el pelo. Nuestra raza está
extinguida, estamos acabados, todo ha terminado, ¿por qué debería aprender a leer
nuestra lengua? No tenemos escritores, ni noticias…, bueno, sí, noticias unas pocas,
de vez en cuando los ingleses alientan a los árabes para que nos masacren, nada más.
Es la historia de siempre, ya nos la sabemos. De todos modos, las noticias nos llegan
a través de Associated Press.
Estos comentarios me dolieron mucho como armenio. La aniquilación de mi
pueblo siempre me había hecho sentirme mal. Nunca había oído a un asirio hablar en
inglés sobre tales cosas. Sentí un gran afecto por aquel joven. Pero no me
malinterpretéis. Hoy en día, cuando un hombre dice que siente afecto por otro
hombre enseguida se piensa que es de la acera de enfrente. Ahora creo que siento
afecto por todos los pueblos, incluso por los enemigos de Armenia, a quienes he
tenido el tacto de no nombrar. Todo el mundo sabe quiénes son. No tengo nada en
contra de ninguno de ellos, porque para mí son todos un solo hombre con una sola
vida, y tengo la absoluta certeza de que un hombre en el que viven todos es incapaz
de las atrocidades que cometen las turbas. Lo único que no apruebo son las turbas.
—Bueno —dije yo—, con mi pueblo pasa lo mismo. Nosotros también somos
viejos. Aún tenemos nuestra iglesia. Aún nos quedan algunos escritores, Aharonian,
Isahakian, y otros pocos, pero prácticamente nos pasa lo mismo.
—Sí —dijo el barbero—, lo sé. Elegimos lo que no debíamos. Elegimos las cosas
sencillas, paz, tranquilidad, la familia. No elegimos las máquinas, ni la conquista ni el
militarismo. No elegimos la diplomacia ni el engaño ni la invención de
ametralladoras y de gases tóxicos. De nada sirve ahora sentirse engañado, supongo
que ya hemos pasado a la historia.
—Nosotros somos optimistas —dije yo—. No hay ningún armenio vivo que no
siga soñando con una Armenia independiente.
—¿Soñar? —dijo Badal—. Bueno, eso ya es algo. Los asirios ya ni siquiera
podemos permitirnos soñar. ¿Sabes cuántos quedamos en todo el mundo?
—¿Dos o tres millones? —apunté yo.
—Setenta mil —dijo Badal—. Sólo setenta mil asirios en todo el mundo, y los
árabes siguen matándonos. El mes pasado mataron a setenta de los nuestros en un
pequeño alzamiento. La noticia vino en el periódico, en un breve artículo. Setenta
más de los nuestros aniquilados. No tardaremos en ser exterminados por completo.
Mi hermano está casado con una chica norteamericana y tiene un hijo. Mi padre
todavía lee un periódico asirio que le mandan desde Nueva York, pero ya es mayor.
Morirá pronto.
Entonces su voz mudó de tono, dejó de hablar como asirio y empezó a hablar como barbero.
—¿Te corto más de arriba o ya está bien así? —me preguntó.
El resto de la historia no tiene ningún interés. Le dije «hasta la vista» al joven
asirio y salí de la barbería. Atravesé la ciudad, unos seis kilómetros, hasta mi cuarto
en Carl Street. Cavilé sobre todo aquello: Asiria y los asirios, Theodore Badal, el
aprendiz de barbero, la tristeza en su voz, la desesperanza de su actitud. Esto sucedió
hace unos meses, en agosto, pero desde entonces no he parado de pensar en Asiria, y
he querido decir algo de Theodore Badal, hijo de una raza antigua, joven y despierto
y sin embargo desesperanzado. Setenta mil asirios, apenas setenta mil individuos de
un gran pueblo, los demás silenciados por la muerte, y toda la grandeza derrumbada e
ignorada, y un joven aprendiz de barbero en Estados Unidos, un joven lamentando
amargamente el curso de la historia.
¿Por qué no me invento argumentos y escribo hermosas historias de amor que
puedan llevarse al cine? ¿Por qué no dejo que se pudran estos temas sin importancia
ni interés? ¿Por qué no intento complacer al lector norteamericano?
Yo soy armenio. Michael Arlen también es armenio. Él complace al público. Yo
lo admiro enormemente, creo que ha logrado un estilo literario muy depurado, pero a
mí no me interesa la gente sobre la que a él le gusta escribir. Para empezar, esa gente
está ya muerta. Tomemos como ejemplo a Iowa, al muchacho japonés y a Theodore
Badal, el asirio; puede que se consuman físicamente, como Iowa, o espiritualmente,
como Badal, hasta morir, pero están hechos de la materia que en el hombre es eterna,
y esa materia es la que a mí me interesa. No los encontrarás en lugares suntuosos,
soltando agudezas sobre sexo y observaciones banales sobre arte. Los encontrarás
donde yo los encontré, y allí estarán siempre, el género humano, la parte humana,
tanto de Asiria como de Inglaterra, que no puede destruirse, la parte que una masacre
no destruye, la parte que ni un terremoto ni la guerra ni el hambre ni la locura ni nada
pueden destruir.
Esta obra es un homenaje a Iowa, y a Japón, y a Asiría, y a Armenia, y al género
humano en todas partes, y a la dignidad de ese género, y a la confraternidad de los
seres vivos. No espero que Paramount Pictures la lleve al cine. Sólo pienso en setenta
mil asirios, todos a una, vivos, una gran raza. Y pienso en Theodore Badal, él solo
también setenta mil asirios, y setenta millones de asirios, y Asiria entera; y en el
hombre que está en una barbería, en San Francisco, en 1933, él solo y pese a todo
todo el género humano.
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