Gustav Flaubert, por Guy de Maupassant




Fue después de la guerra, cuando vine a París convertido en un hombre, que fui a hacerle una visita definitiva en nuestras relaciones, y cuyo recuerdo se me ha hecho inolvidable.

Él mismo ha dicho y ha escrito que su amor desmesurado por las letras le fue infundido en parte, al principio de su vida, por su amigo más íntimo y más querido, fallecido muy joven: mi tío Alfred Le Poittevin; él fue su primer guía en esta ruta artística, y por decirlo de alguna forma el revelador del misterio embriagador de las letras. En su correspondencia conmigo, encuentro esta frase.:

"¡Ay! Poittevin, qué vuelos me hizo emprender en el sueño! He conocido a todos los hombres notables de esta época, y me han parecido pequeños a su lado". Había mantenido el culto, la religión de esta amistad.

Cuando me recibió me dijo, examinándome con atención:

-Anda, cómo se parece usted a mi pobre Alfred.

Y prosiguió:

-De hecho, no es sorprendente, puesto que era el hermano de su madre.

Me hizo tomar asiento y me interrogó. Parece que mi voz también tenía entonaciones muy parecidas a las de la voz de mi tío; y de repente vi los ojos de Flaubert llenos de lágrimas. Se irguió, envuelto de los pies a la cabeza por una bata marrón de mangas anchas, que se parecía a su hábito de monje, y levantando los brazos, me dijo con una voz temblorosa por la emoción del pasado:

-Abráceme, muchacho. Verle me conmueve el corazón. He creído hace un momento que oía hablar a Alfred. 

Y fue esa, con certeza, la causa verdadera y profunda de su amistad hacia mí.

Sin duda le devolví toda su juventud, pues, educado en una familia que fue casi la suya, le recordaba una forma de pensar, de sentir, incluso de expresarse, tics de lenguaje, que habían mecido los quince primeros años de su vida.

Era para él una especie de aparición de antaño. Me atrajo, me amó. Fue entre los seres que encontré en los momentos tardíos de mi existencia el único que me transmitió un efecto profundo y cuyo apego se convirtió para mí en una especie de tutelaje intelectual. Tuvo siempre la inquietud de ser para mí bueno y útil, y de ofrecerme todo lo que podía darme de su experiencia, de su sabiduría, de sus treinta y cinco años de estudios y de embriaguez de artista.

Lo repito: habiendo hablado del escritor en otras ocasiones, no quiero decir nada más al respecto. Hay que leer a esos hombres y no parlotear sobre ellos.

Sólo señalaré dos rasgos de su naturaleza íntima: una viveza inocente en cuanto a impresiones y emociones que la vida nunca atenuó; y una fidelidad en el amor por los suyos, y en la entrega por sus amigos de la que no he conocido otro ejemplo.

Como le horrorizaba el burgués (y lo definía de esta manera: cualquiera que piensa con bajeza), fue considerado por la mayoría de sus contemporáneos como una especie de misántropo feroz que se hubiera alimentado con gusto de rentistas tres veces al día.

Era, al contrario, un hombre delicado, pero de palabra violenta, y muy tierno, aunque su corazón, creo, nunca sintió una emoción profunda por una mujer. Se ha hablado mucho, se ha escrito mucho sobre la correspondencia publicada, desde su muerte, y los lectores de las cartas aparecidas recientemente le han creído aquejado de una gran pasión porque están llenas de literatura romántica.  Amó como muchos poetas, confundiendo a quien amaba. ¿No hizo lo mismo Musset? Éste, al menos, huía con ella a Italia o a las islas españolas, añadiendo a su pasión insuficiente, el decoro del viaje, y la atracción legendaria de la soledad lejana. Flaubert prefirió amar solo, lejos de ella, y escribirle, rodeado por sus libros, entre dos páginas de prosa.

Como ella le reprochaba vivamente, en cada una de sus respuestas, el que no fuera nunca a verla y el que prescindiera de su presencia con una obstinación humillante, él la citó en Nantes. Con la satisfacción triunfante de un deber cumplido, le anunció de esta manera: "Piensa pues que la semana que viene vamos a pasar toda una larga tarde juntos".

¿No es razonable pensar que si se quiere con un sentimiento verdadero a una mujer, debemos desear desesperadamente pasar a su lado todos los instantes de nuestra vida?

Gustav Flaubert estuvo dominado durante toda su existencia por una pasión única y dos amores: la pasión fue la prosa francesa, y uno de sus amores fue el amor por su madre, y el otro, por los libros.

Desde el día que tuvo capacidad para pensar como un hombre justo, hasta el momento en el que le vi tumbado, con el cuello hinchado, consumido por el esfuerzo espantoso de su cerebro, todo su ser fue presa de la literatura o, para ser exacto, de la Prosa. Los ritmos de las frases atormentaban sus noches. Durante las largas veladas en su despacho de Croisset, donde su lámpara encendida hasta la mañana servía como señal a los pescadores del Sena, declamaba los periodos de los maestros que le gustaban; y las palabras sonoras, que atravesaban sus labios bajo los gruesos bigotes, parecían estar recibiendo besos. Tomaban entonaciones tiernas o vehementes, llenas de caricias, de exaltaciones del alma. Con seguridad, nada le conmovía tanto como recitar a alguno de sus mejores amigos largos extractos de Rabelais, de Saint-Simon, de Chateubriand o versos de Víctor Hugo que salían de su boca como caballos desbocados.

Puede que de su admiración ilimitada por los maestros de todas las lenguas, de todos los tiempos y de todos los países, naciera, en parte, su espantosa dificultad para escribir y la incapacidad para estar plenamente satisfecho con la concordancia misteriosa de su pensamiento y su estilo. Su ideal irrealizable le venía de una masificación de recuerdos de cosas muy bellas y muy diferentes. Era épico, lírico y al mismo tiempo, un observador incomparable de las vulgaridades corrientes de la vida. Y tuvo, a costa de un esfuerzo sobrehumano, que subyugar y humillar su gusto por la belleza plástica para expresar escrupulosamente todos los detalles banales y cotidianos del mundo.

Por consiguiente, quizás, su erudición fue también una molestia para su producción. Heredero de la vieja tradición de los antiguos literatos que eran ante todo unos sabios, poseía una erudición prodigiosa. Además de su inmensa biblioteca de libros que conocía como si acabara de finalizar su lectura, conservaba una biblioteca de anotaciones hechas por él, respecto a todas las obras imaginables que había consultado en establecimientos públicos y allá donde hubiera descubierto obras interesantes. Parecía conocer al dedillo esa biblioteca de anotaciones, citaba de memoria páginas y párrafos donde se podía encontrar lo que se buscaba, inscrita por él mismo diez años antes, pues su memoria parecía irreal.

Aplicaba también en la ejecución de sus libros tal escrúpulo de exactitud, que hacía investigaciones de ocho días para justificar ante sus propios ojos un pequeño suceso, una sola palabra. Alexandre Dumas nos dijo de él almorzando un día:

-Sorprendente trabajador, este Flaubert, trillaría un bosque entero para fabricar cada uno de los cajones de sus muebles.

Para escribir Bouvard y Pécuchet, necesitó una excepción a una ley de la botánica, ya que, según afirmaba, no hay regla sin excepción, pues esto estaría en contra del sentido de producción de la naturaleza.

Interrogó a todos los botanistas de Francia y todos enmudecieron. Hice cincuenta recados con este fin. Por fin, el profesor del Museo de Historia Natural descubrió la planta que buscaba y el delirio de alegría de Flaubert ante la noticia fue inverosímil.

Vivía casi siempre en Croisset, en medio de sus libros y cerca de su madre. Fue un hijo admirable para con su madre y más tarde un tío admirable para con su sobrina, la hija de su hermana muerta en el parto.

Mostró en todas las circunstancias de la vida un corazón de niño y ademanes de bruja. Incluso se podría decir que estuvo siempre bajo la tutela de esa madre, pues la prosa francesa, a la que pertenecía por completo, no es ni una mujer de cabeza ni una directriz de la vida. Ambos pasaban años casi enteros en Croisset, entre el Sena y la costa cubierta de árboles. Encerrado en su despacho, tomaba como un descanso observar el paisaje desde las ventanas. Cuando pegaba a las de la fachada su gran cara de galo, veía subir hacia Rouen los grandes barcos de vapor cargados de carbón y los bellos buques de tres palos de América o de Noruega que parecían deslizarse en su jardín, arrastrados por un pequeño remolcador, como moscas jadeantes coronadas de humo. Cuando, por el contrario, miraba hacia su pequeño parque, divisaba a la altura del primer piso una larga avenida de tilos y muy cerca, dando sombra a los cristales, un tulipero gigante que para él era casi un amigo.

Vivía junto a madame Flaubert como si fueran dos viejos. Mostraba hacia su madre una deferencia absoluta, una obediencia casi infantil, y un respeto afectuoso por el que era imposible no sentirse conmovido.

Le horrorizaba el movimiento, aunque algo había viajado en otros tiempos y le había gustado nadar. Toda su existencia, todos su placeres y casi todas sus aventuras se desarrollaron en su cabeza.

De joven, tuvo un gran éxito con las mujeres y pronto las desechó. Y sin embargo su corazón parecía lleno de inquietud: sin haber sentido posiblemente ninguna de las grandes emociones que queman a un hombre, tenía recuerdos que, al crecer con el paso del tiempo, se hacían perturbadores como todo lo que uno deja detrás suyo.

He aquí lo que me ocurrió justo un año antes de su muerte.

Recibí de él una carta en la que me rogaba que fuera a pasar dos días y una noche a Croisset, de modo que no estuviera solo a la hora de desempeñar una penosa faena.

Cuando me vio entrar, me dijo:

-Buenos días, amiguito. Gracias por haber venido. No va a ser divertido. Quiero quemas todas mis cartas no clasificadas. No quiero que sean leídas después de mi muerte, y no quiero hacer todo esto solo. Pasarás la noche en una butaca, leerás: y cuando esté agotado hablaremos un poco.

Después, me llevó a dar algunas vueltas por el paseo de tilos que dominaba el valle del Sena.

Desde hacía tres años, me tuteaba y me llamaba tan pronto "amiguito" y más a menudo "mi condiscípulo". Me acuerdo del día que fui a verle a Croisset. Estuvimos charlando durante todo el paseo, bajo los tilos del Sr Renan y del Sr. Taine, a los que quería y admiraba mucho.

Después cenamos los dos en el comedor de la planta baja. Fue una cena buena, abundante y refinada. Bebió algunos vasos de bien vino viejo de burdeos repitiendo: "Vamos, tengo que entonarme, no puedo enternecerme".

Tras ello y de vuelta al gran despacho tapizado de libros, llení y fumó cuatro o cinco de sus diminutas pipas de esmalte blanco barnizado, que tanto le gustaban, que cubrían la chimenea. Sus tubos tostados por el tabaco me llevaban a mirar en algunos momentos, sobre su mesa, dentro de un plato de oriente, sus innumerables plumas de oca con la punta ennegrecida de tinta.

Luego, se levantó:

-Ayúdame, dijo.

Pasamos a su cuarto, una habitación larga y estrecha que daba a su despacho. Bajó una cortina cerrada, que escondía estanterías cargadas de objetos, vi un gran baúl del que cogimos cada uno un asa para llevarlo al apartamento vecino.

Lo depositamos delante de la chimenea en la que ardía el fuego. Lo abrió. Estaba lleno de papeles.

-He aquí mi vida, dijo. Quiero guardar una parte y quemar la obra. Siéntate, amiguito, y toma un libro. Voy a ponerme a destruir esto.

Me senté, abrí un libro, no sé cuál. Había dicho:

-He aquí mi vida.

Un amplio trozo de la historia íntima de ese gran hombre simple, se encontraba en ese gran cajón de madera. En esa noche en la que me encontraba solo, a su lado, iba a retomarla desde los últimos días para acabar por los primeros, sentía mi corazón encogido como el suyo.

Las primeras cartas que encontró eran insignificantes, cartas de personas vivas en ese momento, conocidas o no, inteligentes o mediocres. Y desplegó algunas de ellas extensas, que le mantuvieron en un ensueño:

-Es de la Sra. Sand, dijo, escucha.

-Me leyó bonitos extractos de filosofía y de arte y repetía colmado:

-¡Ah! Esta mujer, qué gran buen hombre.

Encontró otras, de otros personajes conocidos, otras de personajes consagrados de las que subrayaba las estupideces con fuertes estallidos de voz. Clasificaba muchas para guardarlas. Un golpe de vista sobre las siguientes le era suficiente para lanzarlas al fuego con un movimiento brusco. Ardían, iluminando el amplio despacho hasta en sus rincones más sombríos.

Las horas pasaban. Ya no hablaba y seguía leyendo. Se encontraba entre la muchedumbre de los desaparecidos y largos suspiros le hinchaban el pecho. De vez en cuando, murmuraba un nombre, hacía un gesto de disgusto, ese gesto verdadero y desolado que no se hace sobre las tumbas.

-Aquí algunas de mamá, dijo.

Me leyó de ellas también algunos fragmentos. Veía en sus ojos brillar lágrimas que se escurrían por sus mejillas.

Después se perdió de nuevo en el cementerio de los conocidos y los amigos de antaño. Leía poco de esos papeles íntimos y olvidados, como si hubiera querido haber acabado él mismo, y se puso a quemar y a quemar montones de ellos. Se hubiera dicho que le había llegado el turno de matar a los suyos que ya estaban muertos.

Habían sonado las cuatro, y encontró de repente, entre las cartas, un paquete fino, anudado con un lazo estrecho; habiéndolo deshecho lentamente, descubrió un pequeño zapato de ballet de seda, y dentro una rosa marchita, enrollada en un pañuelo de mujer, cuyos bordes de encaje amarilleaban.

Parecían recuerdos de una noche, de una misma noche. Besó esas tres reliquias, con gemidos de pena. Tras ellos las quemó y secó sus ojos.

Llegó el día sin que hubiera terminado. Las últimas cartas eran las que recibiera en su juventud, cuando ya no era un niño, cuando aún no era un hombre.

Luego se levantó:

-Esto era el montón que no había querido ni clasificar ni destruir. Está hecho. Ve a acostarte. Gracias.

Entré en mi cuarto, pero no me dormí. El sol se levantaba iluminando el Sena. Y pensé: "He aquí una vida, una gran vida, es decir: muchas cosas inútiles que se queman, el pasatiempos indiferente de cada día, algunos recuerdos destacados de hechos sentidos, de hombres encontrados, ternuras íntimas de familia y una rosa marchita, un pañuelo y un zapato de mujer". Esto es todo lo que ha tenido, todo lo que ha sentido, probado por sí mismo.

Pero en su cabeza, en esa cabeza gruesa de ojos azules, pasó el universo entero desde su comienzo hasta nuestros días. Este hombre lo ha visto todo, lo ha comprendido todo, lo ha sentido todo y lo ha sufrido todo, de una forma exagerada, desgarradora y deliciosa. Ha sido el ente soñador de la Biblia, el poeta griego, el soldado bárbaro, el artista del renacimiento, el patán y el príncipe, el mercenario Matho y el médico Bovary. Ha sido tanto la pequeña burguesa coqueta de los tiempos modernos como la hija de Amílcar. Ha sido todo eso y no en sueños, sino en la realidad, pues el escritor que piensa como él se convierte en lo que siente. Hasta el punto en que la noche en la que Flaubert escribió el envenenamiento de Mme. Bovary, tuvo que ir a buscar a un médico, ya que desfallecía, envenenado él mismo por el sueño de esa muerte, con los síntomas del arsénico.

Felices los que han recibido ese "no sé qué" del que somos el producto y las víctimas al mismo tiempo, la facultad de multiplicarse de esta forma por la fuerza evocadora y generadora de la idea. Ellos escapan, durante las horas exaltadas del trabajo, a la obsesión de la vida banal, mediocre y monótona; pero después, cuando despiertan a ella, ¿cómo podrían evitar el desprecio y el odio artísticos hacia la humanidad, ese mismo desprecio y ese mismo odio que desbordaban el corazón de Flaubert?


Traducción de Beatriz Navarro. Texto originalmente publicado en el Anuario 2010 de la Escuela De Letras De Madrid.

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