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La nieve
Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona, hará unos cinco años.
Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él también había nacido por
aquellas lejanías.
Tenía más o menos mi edad, treinta y pico, y bebía bastante aunque nunca lo vi
borracho. Se llamaba Rogelio Estrada. Era delgado, de estatura más bien tirando a
baja, moreno. Su sonrisa parecía permanentemente instalada entre el asombro y la
malicia, pero con el tiempo descubrí que era mucho más inocente de lo que pretendía.
Una noche fui al bar con un grupo de amigos catalanes. Nos pusimos a hablar de
libros. Rogelio se acercó a nuestra mesa y dijo que el más grande escritor de este
siglo era, sin duda, Mijaíl Bulgákov. Alguno de los catalanes había leído El maestro y
Margarita y La novela teatral, pero Rogelio citó otras obras del insigne novelista,
creo recordar que más de diez, y las citó en ruso. Mis amigos y yo pensamos que
bromeaba y pronto estábamos hablando de otras cosas. Una noche me invitó a su casa
y no sé por qué lo acompañé. Vivía en una calle cercana, a pocos metros de un cine
de ínfima categoría que los niños del barrio llamaban el cine fantasma. La casa era
vieja y estaba llena de muebles que no le pertenecían. Nos sentamos en la sala,
Rogelio puso un disco, una música horrible y desmesurada en permanente crescendo,
y después llenó dos vasos de vodka. Sobre un estante, la foto de una muchacha en un
marco de plata presidía la sala. El resto de los adornos eran banales: tarjetas postales
de diferentes países europeos, un banderín muy viejo del Colo-Colo, otro de la
Universidad de Chile, un tercero del Santiago Morning, también muy viejos y
manoseados. ¿Bonita, verdad?, dijo Rogelio señalando a la muchacha del marco de
plata. Sí, muy bonita, contesté. Luego volví a sentarme y estuvimos bebiendo un rato
en silencio. Cuando Rogelio por fin habló la botella estaba casi vacía. Primero hay
que vaciar la botella, dijo, luego el alma. Me encogí de hombros. Aunque yo, añadió,
como es natural, no creo en el alma. Pero la cuestión fundamental es el tiempo,
¿verdad? ¿Tienes tiempo para escuchar mi historia? Depende de la historia, dije, pero
creo que sí. No va a ser muy larga, dijo Rogelio. Luego se levantó, cogió la foto del
marco de plata, se sentó frente a mí con la foto acunada en el brazo izquierdo y un
vaso de vodka en el derecho y dio comienzo a su relato:
Mi infancia fue feliz y no tiene nada que ver con lo que después ha sido mi vida.
Las cosas comenzaron a torcerse durante la adolescencia. Yo vivía en Santiago y
según mi padre estaba destinado a convertirme en un delincuente juvenil. Mi padre,
por si aún no lo sabes (y no veo por qué tendrías que saberlo), era José Estrada
Martínez, alias el Guatón Estrada, uno de los principales dirigentes del Partido Comunista de Chile. Mi familia era proletaria, con conciencia de clase, luchadora, y
con una honradez a prueba de fuego. Yo a los trece años robé una bicicleta. Con eso
me parece que te explico todo. Me pillaron al cabo de dos días y recibí una tunda que
para qué te cuento. A los catorce empecé a fumar marihuana que cultivaban en los
faldeos cordilleranos unos amigos del barrio. Mi padre, por entonces, tenía un alto
puesto en el gobierno de Allende y su preocupación mayor, pobre viejo, era que la
prensa momia desvelase los afanes en que andaba metido su primogénito. A los
quince robé un auto. No me pillaron (aunque ahora sé que era cosa de darle un poco
más de tiempo a los canas) porque al cabo de pocos días ocurrió el golpe de Estado y
mi familia entera se asiló en la embajada de la Unión Soviética. Para qué te voy a
contar cómo fueron los días que pasé en la embajada. Horribles. Yo dormía en el
pasillo y estaba intentando tirarle los tejos a la hija de un camarada de mi padre, pero
aquella gente se lo pasaba todo el día cantando la Internacional o el No pasarán. En
fin, un ambiente deplorable, como de fiesta de canutos.
En los primeros meses de 1974 llegamos a Moscú. Yo, si te he de ser sincero,
estaba feliz, una ciudad nueva, las rusitas rubias y de ojos azules, el viaje en avión,
Europa, una nueva cultura. La realidad fue bien diferente. Moscú se parecía a
Santiago, pero más tranquilo, más grande y con un invierno a lo bestia. Al principio
me metieron en una escuela en donde se hablaba mitad castellano y mitad ruso. Al
cabo de dos años ya iba a una escuela normal, hablaba un ruso pasable y me aburría
como una ostra. Entré en la Universidad gracias a las palancas, supongo, porque la
verdad es que estudiaba poco. El primer año me matriculé en Medicina, hice un
semestre y me retiré, la medicina no era para mí. De aquellos días en la Facultad, no
obstante, guardo un buen recuerdo: allí hice mi primer amigo, es decir el primero que
no era un chileno asilado como yo. Se llamaba Jimmy Fodeba y era natural de la
República Centroafricana, que como su nombre indica está en el medio de África. El
padre de Jimmy era comunista como mi padre y, como mi padre también, estaba
perseguido. Jimmy era bastante inteligente pero en el fondo era igual que yo. Es decir
le gustaba trasnochar, le gustaba el trago, fumarse un pitillo de vez en cuando, le
gustaban las mujeres. Al poco tiempo éramos uña y mugre. El mejor amigo que he
tenido si descuento a los de la patota de Santiago, que se quedaron allá y a los que
probablemente nunca más voy a ver, aunque quién sabe, ¿verdad? Bueno, el caso es
que Jimmy y yo sumamos nuestras fuerzas —y nuestros deseos, y también, por qué
no, nuestras necesidades— y a partir de entonces ya no fuimos dos asilados más bien
solitarios y perdidos sino dos lobos sueltos por las calles de Moscú y allí donde no se
atrevía uno se atrevía el otro y así, poco a poco (poco a poco porque Jimmy a veces
tenía que estudiar, él sí que era un buen estudiante), nos fuimos haciendo una idea
general de la ciudad en la que probablemente íbamos a vivir durante mucho tiempo.
No me voy a extender en nuestras aventuras juveniles, sólo te diré que al cabo de un año sabíamos dónde encontrar un poco de hierba, algo que aquí y ahora no parece
nada difícil pero que en Moscú y en aquel tiempo era toda una odisea. Por entonces
yo había intentado estudiar Literatura Latinoamericana, Literatura Rusa, Técnicas de
Radiodifusión, Técnicas de Conservación de Alimentos, en fin, todo, y ya fuera
porque me aburría o porque no ponía atención a las clases o porque simplemente no
asistía a éstas, que era básicamente lo que de verdad ocurría, el caso es que en todo
había fracasado y un buen día mi padre me amenazó con mandarme a trabajar a una
fábrica en Siberia, pobre viejo, él era así.
Y ése fue el motivo por el que entré en la Escuela de Educación Física, a la que
algunos rusos optimistas llamaban Escuela Superior de Educación Física, y en esta
ocasión aguanté el tipo hasta sacarme el diploma. Sí, compañero, aquí donde me ve
soy profesor de gimnasia. De los malos, por supuesto, sobre todo si me comparo con
algunos rusos, pero profesor de gimnasia al fin y al cabo. Cuando le entregué el
diploma a mi padre, al viejo se le cayeron las lágrimas de la emoción. Yo creo que ahí
se acabó mi adolescencia.
Por aquella época yo me hacía llamar Roger Strada. Siempre andaba metido en
problemas, mis amistades no eran lo que se suele llamar buenas personas y yo mismo
era malo con ganas, como si estuviera lleno de rencor y no supiera cómo sacármelo
de encima. Trabajaba de ayudante de un entrenador deportivo, un tipo de una
categoría moral sorprendente y paradójica (tal como a mí me convenía) que se
dedicaba a buscar nuevos atletas en las secundarias, y la mayor parte del tiempo me
la pasaba en fiestas, arreglines, negocios turbios que me permitían redondear el
sueldo. Mi jefe se llamaba Pultakov. Estaba divorciado y vivía en un pisito minúsculo
de la calle Leliushenko, a la altura de la plaza Rogachev. Como ya te he dicho, yo era
malo con ganas y Jimmy Fodeba también era malo y los que nos conocían bien
sabían que éramos malos (yo creo que me puse Roger, al menos al principio, por un
mero afán de simetría con Jimmy y porque en el fondo me sentía una especie de
gángster neoitaliano), pero Pultakov era malo de verdad y con el tiempo y el trato
diario yo empecé a aprender todos los trucos, todas las depravaciones, todos los
vicios de él. Mi padre vivía en un Moscú de papeles y memorándums, el Moscú de
los burócratas, con órdenes, contraórdenes, temas del día, rencillas internas, odios
internos, un Moscú ideal. Yo vivía en un Moscú de droga y prostitución, mercado
negro y alegría, amenazas y crímenes. Los dos Moscús se solían tocar, a veces, en
ciertas esferas, incluso se confundían, pero por regla general eran dos ciudades
distintas que se ignoraban mutuamente. Con Pultakov me inicié en el mundo de las
apuestas deportivas. Apostábamos con dinero ajeno, por supuesto, pero también con
dinero nuestro. Fútbol, hockey, basketball, box, incluso campeonatos de esquí,
deporte al que yo nunca le vi la gracia, todo lo tocábamos. Y conocí gente. Gente de
toda clase. En general, tipos simpáticos, delincuentes de poca monta, como yo mismo, aunque a veces conocí a criminales de verdad, tipos dispuestos a todo o tipos
que en algún momento estarían dispuestos a todo. Por instinto de supervivencia, con
esta gente procuraba no intimar. Carne de presidio o de cloaca. Gente que conseguía
atemorizar a Pultakov y que a Jimmy y a mí nos causaba pavor. Salvo uno, que tenía
nuestra edad y al que no sé por qué yo le caí en gracia. Este tipo se llamaba Misha
Semiónovich Pavlov y era una especie de mago del hampa moscovita. Pultakov y yo
le suministrábamos informes deportivos para sus apuestas y de vez en cuando el tal
Misha Pavlov nos invitaba a su casa, siempre una diferente, todas más pobres que la
de Pultakov o que la mía, generalmente en las zonas obreras del extrarradio noreste
de Moscú, en los antiguos barrios de Poluboiárov, Victoria, Mercado Viejo. A
Pultakov no le gustaba (bueno, a Pultakov no le gustaba casi nadie) y procuraba tener
el mínimo trato con Pavlov, pero yo siempre he sido un ingenuo y su aureola de niño
prodigio del hampa más las deferencias que solía tener conmigo, a veces me regalaba
un pollo o una botella de vodka o un par de zapatos, terminaron por conquistarme y
me entregué a él en cuerpo y alma, como suele decirse.
Y así fueron pasando los años, mi familia volvió a Chile excepto mi hermana
menor que se casó con un ruso, mi padre murió en Santiago y tuvo unos funerales
muy bonitos según me escribieron, Jimmy Fodeba continuó viviendo en Moscú y
trabajando en un hospital (su padre volvió a la República Centroafricana, donde lo
mataron) y Pultakov y yo seguimos juntos moviéndonos como dos ratas por los
gimnasios e instalaciones deportivas. Llegó la democracia (aunque a mí la política
siempre me ha dejado indiferente), se acabó la Unión Soviética, llegó la libertad,
llegaron las mafias. Moscú se convirtió en una ciudad bonita y alegre, con esa alegría
feroz tan propia de los rusos. Pero para comprender esto hay que conocer el alma
eslava y tú, con todos los libros que has leído, me parece que no la conoces. De
pronto todo se nos hizo demasiado grande para nosotros. Pultakov, que en el fondo
era estalinista (algo que nunca entenderé porque con Stalin seguramente hubiera
acabado en Siberia), añoraba los viejos tiempos. Yo, por el contrario, me amoldé a la
nueva situación y decidí ahorrar dinero, ahora que se podía, para marcharme de allí
de una vez por todas y empezar a conocer el mundo, Europa, África, que pese a mi
edad, ya tenía más de treinta y estaba lo que se dice talludito, imaginaba como el
reino de la aventura, una frontera sin límites, un nuevo cuento infantil en donde
podría empezar de nuevo, ser feliz, encontrarme a mí mismo como decíamos los
cabros de Santiago de 1973. Así fue como me hice, casi sin darme cuenta, empleado
fijo de Misha Pavlov. Éste, por supuesto, se había vuelto poderoso y rico. Por aquel
entonces lo apodaban Billy el Niño. No me preguntes por qué. Billy el Niño era
rápido con el revólver, Misha no sacaba con rapidez ni su tarjeta de crédito; Billy el
Niño era valiente y por las películas que he visto ágil y delgado, Misha también era
valiente, pero gordo como un buda (incluso para los criterios rusos) e incapaz del menor ejercicio físico. Seguí como corredor de apuestas, pero pronto comencé a
hacerle otro tipo de trabajos. A veces me mandaba a ver a un jugador que yo conocía
con un fajo de billetes para perder el partido. En cierta ocasión llegué a sobornar a
medio equipo de fútbol, uno por uno, halagando a los más sensibles y amenazando
veladamente a los más remisos. Otras veces me encargaba convencer a otros
apostadores para que se retiraran del juego o no hicieran olas. Pero la mayor parte del
tiempo mi labor consistía en proporcionar informes sobre deportistas, uno detrás de
otro, aparentemente sin sentido alguno, que el informático de Pavlov metía
incansablemente dentro de su computadora.
Sin embargo aún había otra cosa que yo hacía. La mayoría de las queridas de los
gángsters moscovitas eran cabareteras, actrices o aspirantes, muchachas que se
dedicaban al strip-tease. Era lo normal, así ha sido siempre. Pero a Pavlov lo que le
gustaba eran las atletas, las que se dedicaban al salto de longitud, las corredoras de
corta y media distancia, las de triple salto, de vez en cuando se prendaba de alguna
jabalinista, pero por encima de todo lo que prefería eran las atletas de salto de altura.
Decía que eran como gacelas, las mujeres perfectas, y no le faltaba razón. Y yo se las
conseguía. Me acercaba a los campos de entrenamiento y le concertaba citas. Algunas
estaban encantadas con la posibilidad de pasar un fin de semana con Misha Pavlov,
pobrecitas, otras, la mayoría, no. Pero yo siempre le conseguía a las mujeres que él
quería aunque para eso tuviera que gastar dinero de mi propio bolsillo o recurrir a las
amenazas. Y así fue como una tarde me dijo que quería a Natalia Mijailovna
Chuikova, una atleta de dieciocho años, de la región de Volgogrado, que acababa de
llegar a Moscú y que tenía esperanzas de ingresar en el equipo olímpico. No sé qué
fue lo que me llamó la atención, pero desde el primer momento me di cuenta de que
Pavlov hablaba de la Chuikova de una manera diferente. Cuando me dio la orden de
traérsela estaba acompañado de dos de sus compinches y éstos, después de que el jefe
hubo hablado, me guiñaron los ojos como diciendo: Roger Strada, cumple al pie de la
letra lo que se te ha ordenado pues Billy el Niño esta vez va en serio.
Dos días después conseguí hablar con Natalia Chuikova. Fue en la pista cubierta
de Spartanovka, en el bulevar del Deporte, a las nueve de la mañana, que no era
ciertamente mi hora de levantarme pero que era la única hora en que podía encontrar
allí a la saltadora. Primero la vi de lejos: estaba a punto de echar a correr hacia el
listón y se concentraba apretando los puños y mirando hacia arriba, como si rezara o
como si buscara un ángel. Después me acerqué y le dije quién era. ¿Roger Strada?,
dijo ella, eso significa que eres italiano. No me atreví a desengañarla del todo: le dije
que era chileno y que en Chile vivían muchos italianos. Medía un metro setenta y
ocho y no debía de pesar 55 kilos. Tenía el pelo largo y castaño que se recogía en una
coleta sencilla pero en la cual se concentraba toda la gracia del mundo. Sus ojos eran
casi negros del todo y tenía, te lo juro, las piernas más largas y más hermosas que he visto en mi vida.
No fui capaz de decirle el motivo de mi visita. La invité a tomar una Pepsi-Cola,
le dije que me gustaba su técnica y después me fui. Esa noche no sabía qué le iba a
decir a Pavlov, qué mentira le iba a contar. Finalmente opté por lo más sencillo. Dije
que Natalia Chuikova era una mujer que requería tiempo, un espécimen distinto de
los que él conocía. Misha me miró con esa cara que tenía de foca y de niño vicioso y
dijo que estaba bien, que me daba tres días de tiempo. Cuando Misha te daba tres días
había que solucionar el asunto en tres días, ni uno más. Así que estuve cavilando
durante unas horas, preguntándome a qué se debía mi actitud, qué era lo me frenaba,
hasta que decidí zanjar el asunto lo más rápido posible. Al día siguiente, muy
temprano, volví a ver a Natalia. Fui de los primeros en llegar a la pista. Estuve
durante mucho rato observando a los atletas que iban y venían, todos medio dormidos
como yo, conversando o discutiendo aunque sus voces apenas me llegaban como un
murmullo, voces en sordina que nada querían decir o gritos en ruso que de pronto ya
no comprendía, como si hubiera olvidado el idioma, hasta que entre la gente apareció
Natalia y se puso a hacer ejercicios de calentamiento. Su entrenador tomaba notas en
una pequeña libreta. Otras dos saltadoras de altura hablaban con ella. A veces se
reían. Otras veces, después de saltar, se sentaban en el suelo y se enfundaban en unos
chándals azules y rojos que no tardaban en quitarse. A veces bebían agua. Al cabo de
media hora de felicidad me di cuenta de que estaba enamorado. Era la primera vez
que me ocurría. Antes había querido a un par de putas. Había sido injusto o justo,
poco importaba. Ahora estaba enamorado. Hablé con ella. Le expliqué la historia de
Misha Pavlov, quién era, qué quería. Natalia se escandalizó, luego le pareció
divertido. Accedió, pese a mis consejos en contra, a verlo. Concerté la cita lo más
tarde que pude. En el ínterin la invité al cine a ver una película de Bruce Willis, que
era uno de sus actores favoritos, y a cenar a un buen restaurante. Conversamos largo
y tendido. Su vida, sin carecer de durezas y desengaños, había sido un ejemplo de
perseverancia y voluntad, todo lo contrario que la mía. Sus gustos eran sencillos, no
aspiraba a tener dinero sino a ser feliz. En materia sexual, que era lo que a mí me
interesaba sonsacarle, tenía amplitud de miras. Al principio esto me entristeció, pensé
que Natalia ya estaba en el saco de Pavlov, la imaginé pasando por la cama de todos
sus guardaespaldas, la perspectiva me pareció insoportable. Pero después comprendí
que Natalia hablaba de una sexualidad que yo simplemente no entendía (y que sigo
sin entender), lo que no la empujaba necesariamente a los brazos de toda la banda.
También comprendí que, pese a todo, yo debía protegerla.
Una semana después Pavlov me envió como recadero suyo a la pista cubierta con
un gran ramo de claveles blancos y rojos que seguramente le habían costado un ojo
de la cara. Natalia guardó las flores y me pidió que la esperara. Estuvimos todo el día
juntos, primero en el centro (en donde le compré dos novelas de Bulgákov, su autor preferido, en un puesto ambulante de la calle Stáraya Basmánnaya) y luego en el
cuartito donde ella vivía. Le pregunté qué tal le había ido. Su respuesta, te lo juro, me
dejó helado. Dijo que las flores lo explicaban todo. Qué poder de concreción, amigo,
qué frialdad, ella era rusa y yo chileno, sentí cómo se me abría el precipicio y allí
mismo me puse a llorar a moco tendido. Muchas veces he pensado en aquella tarde
de llanto que cambió mi vida. No le encuentro explicación, sólo sé que me sentí como
un niño y que sentí, por primera vez, todo el frío de Moscú y que también por primera
vez ese frío me pareció inaguantable. Esa misma tarde hicimos el amor.
A partir de entonces yo estaba en las manos de Natalia y ésta estaba en las manos
de Misha Pavlov. La situación en sí no parecía tener más misterios, pero conociendo
a Pavlov yo sabía que me la jugaba acostándome con Natalia. Además, con el paso de
los días, la certidumbre de que Natalia se acostaba con él —y además yo sabía con
exactitud cuándo lo hacía, a qué hora— me fue agriando el carácter, sumiéndome en
depresiones y contribuyendo a que empezara a ver las cosas de mi vida (y las cosas
de la vida en general) de una manera fatalista. Me hubiera gustado tener entonces un
amigo con el que hablar y desahogarme. Pero con Pultakov era impensable y Jimmy
Fodeba siempre estaba muy ocupado y ya no solíamos vernos con la asiduidad de
antes. No me quedó más remedio que aguantar y esperar.
Así transcurrió un año.
Con Pavlov la vida era curiosa; su propia vida estaba dividida al menos en tres
partes y yo tuve el honor o la desgracia de conocerlas todas: la del Pavlov hombre de
negocios rodeado permanentemente de sus guardaespaldas y que despedía un tufillo a
dinero y a sangre que enervaba los sentidos, la del Pavlov enamoradizo o lachero
como decíamos en Santiago y que a mí particularmente me despertaba el peor lado de
mi imaginación y me hacía sufrir y la del Pavlov del círculo íntimo, el Pavlov de
espíritu inquieto, ocupado o con ganas de ocupar su ocio, sus «momentos de íntimo
reposo» como él decía, en asuntos relacionados con la literatura y con las artes,
porque Pavlov, cuesta de creer, leía mucho, y claro, le gustaba hablar de lo que leía.
Para tal fin solía convocar a tres personas que eran, digamos, la facción cultural o
cosmopolita de su banda. El novelista Fédor Petróvich Semionov, un italiano de
verdad que estudiaba ruso y que estaba becado en la Escuela de Idiomas de Moscú,
llamado Paolo Ripellino, y yo, a quien presentaba siempre como su amigo Roger
Strada aunque a veces me tratara como a un perro. Dos rusos y dos italianos, decía
Pavlov con una sonrisita en la boca. Lo decía para disminuirme delante de Ripellino
pero éste siempre me trató con respeto. Las reuniones, pese a todo, eran divertidas,
aunque a veces recibíamos una llamada telefónica a medianoche y teníamos que
acudir de inmediato a una de las muchas casas que Pavlov poseía por todo Moscú, a
horas en que el cuerpo sólo pedía cama, y aguantar las disquisiciones de nuestro jefe.
Los gustos de Pavlov eran eclécticos, como suele decirse, ¿verdad? Yo, con franqueza, sólo he leído a Bulgákov y lo leí por amor a Natalia, del resto no tengo ni
idea, no soy hombre de lecturas, eso se nota. Semionov escribía, según tengo
entendido, novelas pornográficas y Ripellino tenía un guión que quería que Pavlov se
lo financiase, un asunto de karatekas y mafiosos. El único que allí sabía de literatura
era nuestro anfitrión. Así que Pavlov se largaba a hablar de Dostoievski, por ejemplo,
y los demás le seguíamos el rastro. Al día siguiente yo me iba a la biblioteca y
buscaba datos sobre Dostoievski, resúmenes de sus obras y de su vida y así ya tenía
algo que decir en la próxima reunión, aunque Pavlov casi nunca se repetía, una
semana hablaba de Dostoievski, a la siguiente hablaba de Boris Pilniak, quince días
después de Chéjov (del que decía que era marica, no sé por qué), después se metía
con Gógol o con el propio Semionov cuyas novelas pornográficas ponía por las
nubes. Éste era todo un personaje. Debía tener mi edad, tal vez un poco mayor, y era
uno de los protegidos de Pavlov. Una vez me dijeron que había hecho desaparecer a
su mujer. Yo ni me creí el rumor ni me lo dejé de creer. Semionov parecía capaz de
todo, menos de morder la mano de Pavlov. Ripellino era distinto, un buen muchacho,
el único que confesaba abiertamente no haber leído a ninguno de los novelistas sobre
los que nuestro jefe solía monologar, aunque sí había leído poesía (poesía rusa, bien
rimada y fácil de recordar) que a veces recitaba de memoria, generalmente cuando ya
todos estábamos borrachos. ¿Y quién es ése?, preguntaba Semionov con una voz
cavernosa. Pushkin, pues quién si no, le contestaba Ripellino. Entonces yo
aprovechaba y me largaba a hablar sobre Dostoievski y Pavlov y Ripellino volvían a
recitar a dúo el poema de Pushkin y Semionov sacaba una libretita y hacía como que
tomaba notas para su próxima novela. Otras veces hablábamos sobre el espíritu
eslavo y el espíritu latino y por supuesto en ese tema Ripellino y yo llevábamos las de
perder. Cuántas cosas sabía Pavlov sobre el alma eslava, ni te lo imaginas, qué
profundo y qué triste podía ser entonces. Generalmente Semionov acababa llorando y
Ripellino y yo nos rendíamos a las primeras de cambio. No siempre estábamos los
cuatro solos, por descontado. A veces Pavlov mandaba traer a algunas putas. A veces
nos encontrábamos con una o dos caras desconocidas, algún director de revista
minoritaria, algún actor sin trabajo, algún militar retirado que conociera de verdad las
obras completas de Alexéi Tolstói. Gente agradable o desagradable, gente que tenía
negocios con Pavlov o que esperaba recibir algún favor de él. Las veladas a veces
terminaban bien, incluso. Otras veces acababan francamente mal. Nunca entenderé el
alma eslava. Una vez Pavlov les mostró a sus invitados unas fotos de lo que llamaba
su «selección femenina de salto de altura». Al principio yo no quise verlas, pero me
llamaron y tuve que ir. Eran las cuatro o cinco chicas que yo le había conseguido.
Entre ellas estaba Natalia Chuikova. Me sentí mal y creo que Pavlov se dio cuenta y
me abrazó con sus enormes brazos y se puso a cantarme al oído una canción de
borracho que hablaba de la muerte y del amor, las dos únicas cosas verdaderas de la vida. Recuerdo que me reí o traté de reírle la ocurrencia a Pavlov, como hacía
siempre, pero la risa apenas me salió. Más tarde, mientras los demás dormían la mona
o se habían ido, estuve un rato sentado junto a la ventana mirando las fotos con
calma. Lo que son las cosas: todo me pareció bien entonces, todo me pareció
conforme (como decía mi padre), respirando con fuerza, tranquilo, libre. Y también
pensé que el alma eslava no se diferenciaba tanto del alma latina, eran, resumiendo, la
misma cosa, igual que el alma africana que presumiblemente iluminaba las noches de
mi amigo Jimmy Fodeba. El alma eslava, acaso, aguantaba mucho más alcohol, pero
eso era todo.
Y así pasó el tiempo.
A Natalia la excluyeron del equipo olímpico porque nunca llegó a saltar por sobre
la altura requerida. Participó en pruebas nacionales y no quedó entre las primeras. Ni
pensar en batir alguna marca. Su carrera, aunque ella se resistía a admitirlo, estaba
acabada y a veces hablábamos del futuro con miedo y expectación. Su relación con
Pavlov tenía altibajos; había días en que éste parecía quererla más que a nadie en el
mundo y otros en que la trataba mal. Una noche la encontré con la cara llena de
magulladuras. Me dijo que fue mientras entrenaba, pero yo supe que había sido
Pavlov. A veces hablábamos hasta muy tarde sobre viajes y países extranjeros. Yo le
contaba cosas de Chile, un Chile inventado por mí, supongo, que a ella le parecía
muy parecido a Rusia y no le entusiasmaba pero despertaba su curiosidad. Una vez
viajó con Pavlov a Italia y España. No me invitaron a la despedida pero fui uno de los
que acudió al aeropuerto cuando regresaron. Natalia venía muy tostada y muy bonita.
Yo le entregué un ramo de rosas blancas que la noche antes Pavlov, desde España, me
había ordenado comprar para ella. Gracias, Roger, dijo ella. No hay de qué, Natalia
Mijailovna, dije yo en vez de confesarle que todo se debía a una llamada telefónica
de larga distancia de nuestro común jefe. Éste hablaba en ese momento con unos
matones y no se dio cuenta de la dulzura que había en mis ojos (unos ojos que hasta
mi madre que en paz descanse decía que parecían los ojos de una rata). Pero lo cierto
es que Natalia y yo cada vez éramos más descuidados.
Una noche de invierno Pavlov me llamó por teléfono a mi casa. Parecía
enfurecido. Me ordenó que fuera a verle de inmediato. Yo sabía de oídas que algunos
de sus negocios no iban del todo bien. Argüí que la hora y la temperatura no
aconsejaban salir a la calle, pero Misha se mostró inflexible: o apareces por aquí
dentro de media hora, dijo, o mañana te corto las pelotas. Me vestí lo más rápido
posible y antes de salir a la calle guardé en uno de mis bolsillos un cuchillito que
compré cuando era estudiante de Medicina. Las calles de Moscú, a las cuatro de la
mañana, no son muy seguras, supongo que lo sabes. El viaje fue como la
continuación de la pesadilla que tenía cuando Pavlov me despertó con su llamada.
Las calles estaban cubiertas de nieve, el termómetro debía marcar diez o quince grados bajo cero y durante mucho rato no vi por allí ningún ser humano excepto yo.
Al principio caminaba diez metros y trotaba los otros diez para entrar en calor. Al
cabo de quince minutos mi cuerpo se resignó a avanzar pasito a pasito y encorvado
por el frío. En dos ocasiones vi pasar coches de la policía y me oculté. También en
dos ocasiones, pasaron sendos taxis que no quisieron detenerse. Sólo encontré
borrachos que me ignoraron y sombras que al pasar se ocultaban en los inmensos
zaguanes de la avenida Medvéditsa. La casa donde me había citado Pavlov estaba en
la calle Nemétskaya; normalmente, a pie, se tardaba entre treinta y treinta y cinco
minutos en llegar; aquella noche infernal tardé casi una hora y cuando llegué tenía
congelados cuatro dedos del pie izquierdo.
Pavlov me esperaba junto a la chimenea, leyendo y bebiendo coñac. Antes de que
yo pudiera decir nada me estrelló el puño en la nariz. Casi no sentí el golpe pero igual
me dejé caer. No me ensucies la alfombra, oí que decía. Acto seguido me pateó las
costillas unas cinco veces, pero como llevaba pantuflas tampoco sentí mucho dolor.
Luego se sentó, cogió su libro y su copa y pareció apaciguarse. Yo me levanté, fui al
baño a limpiarme la sangre que me corría de la nariz y después volví a la sala. ¿Qué
estás leyendo?, le dije. Bulgákov, dijo Pavlov. ¿Lo conoces, verdad? Ah, Bulgákov,
dije yo mientras se me hacía un nudo en el estómago. Como me diga algo de Natalia,
pensé, lo mato, y metí la mano en el bolsillo del abrigo tanteando en busca de mi
cuchillito. Me gusta la gente sincera, dijo Pavlov, la gente honrada, la que no se anda
con dobleces, cuando confío en un ser humano quiero confiar hasta las últimas
consecuencias. Tengo un pie congelado, le dije, debería darme una vuelta por el
hospital. Pavlov no me escuchó, así que decidí parar con las quejas, además no era
para tanto, ya hasta podía mover los dedos. Durante un rato los dos permanecimos en
silencio: Pavlov mirando el libro de Bulgákov (Los huevos milagrosos, creo que era)
y yo contemplando las llamas de la chimenea. Natalia me dijo que la estás viendo,
dijo Pavlov. No dije nada pero asentí con la cabeza. ¿Te acuestas con esa puta? No,
mentí. Otro silencio. De repente se me ocurrió que Pavlov había matado a Natalia y
que esa noche me iba a matar a mí. No medí las consecuencias de lo que hacía. Di un
salto y le rebané el pescuezo. La siguiente media hora me la pasé borrando mis
huellas. Luego me fui a mi casa y me emborraché.
Una semana después la policía me detuvo y estuve en la comisaría de Ilininkov en
donde me interrogaron durante una hora. Puro trámite. El nuevo jefe se llamaba Igor
Borísovich Protopopov, alias Sardinita. No le interesaban las atletas, pero me
mantuvo en mi trabajo de apostador y de cargador de partidos. Le serví durante seis
meses y después me fui de Rusia. ¿Y Natalia, te preguntarás? A Natalia la vi al día
siguiente de matar a Pavlov, muy temprano, en las instalaciones deportivas en donde
entrenaba. No le gustó la cara que tenía. Me dijo que parecía muerto. En el tono de su
voz percibí un matiz de desprecio, pero también de familiaridad, incluso de cariño. Me reí y le dije que la noche anterior había bebido mucho, que eso era todo. Después
me presenté en el hospital donde trabajaba Jimmy Fodeba para que le echaran un
vistazo a mis dedos congelados. El asunto no revestía mucha importancia pero
untando a unos cuantos conseguimos que me hospitalizaran durante tres días; luego
Jimmy cambió los papeles de ingreso y así resultó que cuando mataron a Pavlov yo
estaba tirado en la cama, tibiecito y de lo más contento.
Seis meses después, como te dije, me fui de Rusia. Natalia se vino conmigo. Al
principio vivimos en París e incluso hablamos de casarnos. Nunca en mi vida he sido
tan feliz. Tanto, que ahora incluso me da vergüenza recordarlo. Después vivimos una
temporada en Frankfurt y en Stuttgart, en donde Natalia tenía amigos y esperanzas de
encontrar un buen trabajo. Los amigos al final resultaron no ser tan buenos y trabajo
no encontró, aunque la pobre Natalia intentó hasta el de cocinera en un restaurante
ruso. Pero no servía para la cocina. De la muerte de Pavlov rara vez hablamos.
Natalia, en contra de la opinión de la policía, tenía la idea de que se lo cargaron sus
propios hombres, el Sardinita para ser más precisos, aunque yo le decía que
seguramente había sido una banda rival. A Pavlov, lo que son las cosas, lo recordaba
como a un caballero y siempre ponderaba su generosidad. Yo la dejaba hablar y me
reía por dentro. Una vez le pregunté si era pariente del general Chuikov, el hombre
que defendió Stalingrado, la actual Volgogrado. Qué cosas se te ocurren, Roger, me
dijo, por supuesto que no. Al año de vivir juntos me dejó por un alemán, un tal Kurt
no sé cuántos. Me dijo que estaba enamorada y después lloró de pena por mí o de
alegría por ella, no lo sé. Ándate, no más, mala mujer, le dije en castellano. Ella se
puso a reír como siempre que yo hablaba en mi idioma. Yo también me puse a reír.
Nos tomamos una botella de vodka juntos y nos despedimos. Después, cuando vi que
ya nada tenía que hacer en esa ciudad alemana, me vine a Barcelona. Aquí trabajo de
profesor de gimnasia en un colegio privado. No me van mal las cosas, me acuesto con
putas y soy asiduo de dos bares en donde tengo mi tertulia, como dicen aquí. Pero por
las noches, sobre todo por las noches, extraño Rusia y extraño Moscú. Aquí no se
está mal, pero no es lo mismo, aunque si me pidieras más precisión no sabría decirte
qué es lo que echo de menos. ¿La alegría de estar vivo? No lo sé. Un día de éstos voy
a tomar un avión y volveré a Chile.
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