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La historia de Periquito y Cara de Mono
Cuando las unidades de la Policía Pacificadora ocuparon el morro, lo de pillar maría
se puso muy chungo. No te imaginas la paranoia; nadie quería asomar la nariz, solo
había niños haciendo recados para los camellos. Mocosos de ocho, nueve años. A
veces me daba lástima ver a los niños metidos en ese rollo, pero las personas nos
acostumbramos a unas movidas tan siniestras que la lástima es algo que pasa rápido.
Y todo el mundo siguió pillando droga.
Lo mejor que pudiste hacer, colega, fue largarte a Ceará un poco antes de aquella
época, te lo digo en serio. La situación se volvió muy loca, la pasma hostigando,
irrumpiendo en las casas, humillando a los vecinos por cualquier chorrada. Ya sabes
cómo son. Sobre todo con el telediario hablando de ellos sin parar, tenías que haberlo
visto. Los muy flipaos encontraban una pistola escondida, media docena de walkie talkies, y venga, ya era noticia de primera plana, y todo dios convencido de que así se
iba a acabar con el tráfico. Hay que ser idiota, en serio. Que les pregunten cuántos
fusiles encontraron, cuántos alijos gordos, cuántos criminales de verdad. Alucino
cuando me doy una vuelta por la ciudad y veo que nadie tiene ni idea de lo que pasa
por aquí arriba.
La movida no tardó en salirse de madre. Los parapoliciales resolvían el asunto a
las bravas, los drogatas atracaban bares, asaltaban a los vecinos del barrio, hasta
robaron en una tienda Ricardo Eletro. Cuando los manguis se encerraron en sus
madrigueras y entraron los maderos, esto se volvió tierra de nadie, colega. Sobre todo
porque los capos del morro se piraron a otras favelas que estaban más tranquilas. Los
que nos jodimos fuimos los vecinos de a pie, como siempre. La policía nos paraba a
todas horas para preguntarnos adónde íbamos, qué andábamos haciendo. A tomar por
culo, joder…, ¿he nacido y me he criado en esta mierda para que ahora venga un
policía a pedirme explicaciones? Todo el mundo andaba echando pestes.
En esas estábamos cuando se reactivó el negocio: los narcos desempolvaron las
armas, pusieron más gente a trabajar y levantaron el ánimo de los camellos para
volver a hacer pasta. Al principio fue muy jodido, todo eran tiroteos. Hacía años que
no se pegaban tantos tiros en la Rocinha. Casi no se hablaba de otra cosa,
amanecíamos esperando los disparos. Al principio era solo para asustar a la policía,
para que vieran que la cosa no iba en broma, pero enseguida empezó a morir gente de
los dos bandos.
Al cabo de un tiempo, unos y otros se cansaron de pasarse el día entero a tiro
limpio y se retiraron a sus posiciones. La policía se quedaba en su sitio, los maleantes
en el suyo, y fue recuperándose la normalidad. Ya podías hasta fumarte un porrito en
la calle; a escondidas, pero podías. La putada fue que la hierba era cada vez peor. Me
explico: cuando la Pacificadora entró en el morro, a los dos días ya se podía pillar
marihuana, solo que no era la hierba de siempre. Nunca he llegado a entenderlo. ¿Te acuerdas de la bengala, la hidropónica? ¿En tu época ya rulaba? Pues eso, ya sabes
que siempre venía escasa, pero es que colocaba mogollón. Lo recuerdo como si fuese
hoy, colega, justo un día antes de que entrara la policía. Se respiraba una tensión del
carajo, nadie sabía lo que podía pasar. Corría el rumor de que los narcos no iban a
entregar el morro, sino que iban a liarse a tiros con la madera hasta no aguantar más,
confiando en convertirse en noticia para que el gobernador de Río mandara detener la
operación. El argumento era que el morro es muy grande y los narcos podrían
dispersarse por todas partes y no dejar entrar a la poli. En algún momento tendrían
que parar el tiroteo, para no poner en peligro a los vecinos. Según otro rumor, iban a
entregar el morro al instante para recuperarlo después, de nada servía intercambiar
disparos con los maderos, se decía que estos iban a subir con el ejército y toda la
vaina, como ya habían hecho en Alemão. Pero en realidad nadie sabía nada con
certeza, esa era la jodienda. No hay nada peor que ponerte a imaginar una movida que
sabes que va a ocurrir pero no sabes cómo. Hasta que un día, justo el último antes de
la ocupación, fui a pillar hierba a vía Ápia porque en esa época yo vivía en un cuarto
alquilado allí mismo, en travesía Katia, y al llegar al local de los camellos me
encontré a Renatinho, un amigo de toda la vida, habíamos ido al cole juntos. Yo ni
siquiera sabía que había vuelto a trapichear. La última vez que nos habíamos visto él
estaba trabajando en una farmacia de São Conrado y a punto de ser padre de una niña.
En el local, todo el mundo intentaba aparentar normalidad, pero se notaba algo raro
en el ambiente. Te suelto este rollo porque recuerdo que ese día pillé bengala, y fue la
última vez. Después de la ocupación de la policía empezaron a vender esta hierba
vieja, toda reseca, esta alfalfa del demonio que fumamos ahora.
Entonces, cuando todo el mundo creía que lo peor ya había pasado, entra en
escena Cara de Mono. Era un teniente hijo de puta que llegó arrasando. Lo que daba
más rabia era que su objetivo no eran los traficantes. No, el tipo iba a por los
drogatas. Decía que la culpa del narco la tenían los toxicómanos. La madre que lo
parió, colega, tenías que haberlo visto. En esa época yo me había mudado otra vez a
Cachopa y justamente allí hacía la ronda Cara de Mono. Todos los días aparecía de
repente, siempre a una hora distinta; si pescaba a alguien fumando o esnifando, o
sospechaba que estaba allí para comprar droga, lo molía a palos. En serio, no sentía
ninguna lástima el hijo de puta. Al primer farlopero que pilló metiéndose una raya en
el callejón lo obligó a esnifarse una papela entera delante de él, de un tirón. A la una
del mediodía, con todo el solazo. Después empezó a golpearle la cabeza contra la
pared, le dejó la cara hecha un mapa.
Otro día, aquello ya fue la hostia, hizo meterse a Negrito en una cloaca. El chaval
estaba fumando en la cuesta de Vila Verde y cuando vio aparecer a los maderos tiró el
canuto a la cloaca. En qué hora, tío. Cara de Mono se puso hecho una fiera. Le puso
la pistola en la cara y le preguntó dónde había comprado la marihuana. Negrito le dijo
que en Parque União, que todo el mundo iba a pillar allí porque en el morro ya no se
movía hierba. Cara de Mono le dio tal culatazo en la cabeza que Negrito empezó a sangrar al instante. Le repitió la pregunta y le dijo que si no contestaba le iba a pegar
un tiro en la jeta, o si no iba a tener que lanzarse a la cloaca. Negrito no se lo pensó
dos veces y saltó. Ahora todo el mundo dice que el chaval tiene leptospirosis, la
enfermedad esa que se agarra si tocas meado de rata.
Pero el auténtico pifostio se armó cuando Cara de Mono pescó a un niño pijo que
bajaba por la cuesta de Cachopa. El pijo llevaba marihuana, coca, pastis,
lanzaperfume y de todo en la mochila. Lo había traído Sushi para que hiciera la
compra del mes. El teniente le montó un pollo en la carretera de Gávea, delante de
todo el mundo. Le dijo que no se quejara si un día le pegaban un tiro, porque estaba
dando dinero a los maleantes para que luego estos compraran armas. Esos maderos
son la hostia de graciosos, como si no fueran ellos los que venden las armas en los
morros. Pero la cosa no quedó ahí, porque el pijo no se achantó, sino que empezó a
discutir con el teniente y se vino arriba. Cara de Mono dio marcha atrás, muy
cubiertas debía de tener las espaldas el niñato aquel para hablarle en ese tono. Y vaya
si las tenía: era hijo de un juez, de un magistrado, yo qué sé, una movida de esas con
las que los polis se cagan de miedo.
Hostias, chaval, Cara de Mono se volvió loco, dicen que salió de allí echando
espuma por la boca como un perro rabioso y que al subir la cuesta ya iba pensando en
hacer alguna maldad. El vigía lo vio y salió pitando para dar el agua a los chavales
que estaban en la calle. Pero justo entonces el teniente vio a Buiú fumando un porro
con Limón en una azotea. Resulta que en esa época varios polis habían dicho que, si
queríamos fumar hierba, teníamos que fumarla en las azoteas. Entre otras cosas
porque ni saben cómo se sube a las azoteas, siempre han sido el sitio más seguro del
morro. Pues, mira, Cara de Mono se apostó por allí cerca hasta que bajaron los
chavales. Y en cuanto bajaron se les acercó con sigilo y les echó el guante a los dos.
Pero esa vez no hizo nada en la calle, sino que se los llevó a la casa del maestro, que
en esa época ya era la base de la poli, y los puso finos. La noche entera estuvieron
haciéndoles putadas, dicen que hasta les metieron una zanahoria por el culo, se
pasaron mucho.
Lo que Cara de Mono no sabía era que Buiú era hermano de leche de Periquito el
Ráfagas. Un menda que está grilladísimo, las cosas como son. Para empezar porque
para abrirse paso en el mundo del narco con esa voz de pito, aunque sea por un
problema de garganta, hay que ser una bestia parda pegando tiros. Y él se hizo un
nombre justamente en la época de más tiroteos, se convirtió en mano derecha del amo
y señor del morro y toda la hostia. Bueno, el caso es que Periquito, que ya tenía entre
ceja y ceja a los maderos de Cachopa, estalló del todo cuando se enteró de la movida
de Buiú. Solo hablaba de vengar a su hermano. Al principio la gente pensaba que lo
decía porque tenía que decirlo y que no iba a pasar de ahí. Pero con el tiempo se
dieron cuenta de que el tipo hablaba en serio y trataron de convencerlo para que
desistiera, le decían que no se rayase con esa historia, que si mataba al poli la mierda
les iba a salpicar a todos.
Pero ya estaba decidido. Un hombre de verdad no deja que nadie toque a su
familia. En eso le doy la razón. Lo malo es que Cara de Mono siempre hacía la ronda
con otros cuatro o cinco y no era fácil liarse a tiros él solo contra toda esa tropa, no
era plan. Periquito ya ni pegaba ojo, se pasaba las noches en blanco metiéndose rayas
y maquinando la venganza. Hasta que un día se le iluminó la bombilla y lo vio claro.
Para llevar a cabo el plan, necesitaba una chica que estuviera muy buena, algo
que, modestia aparte, en Cachopa no falta. Pero no bastaba con que estuviera buena,
tenía que ser una tía espabilada y con muchas horas de vuelo. Entonces pensó en
Vanessa. Primero, porque está como un tren y, segundo, porque ya llevaba tiempo
haciendo la calle, o sea que tenía la experiencia y la sangre fría necesarias para seguir
las instrucciones de Periquito.
El plan era llevarse a Cara de Mono a un chabolo que Periquito había alquilado
únicamente para esa movida. Eso fue fácil. Vanessa llamó al poli desde una esquina y
le dijo que se acercara, como si fuera una soplona, porque tenía algo importante que
contarle. Y el poli se acercó, claro, ¿quién no se acercaría? Ella le dijo que los
hombres de uniforme la ponían muy cachonda, que ya había soñado varias veces con
él y se había despertado toda mojada, y se lo dijo susurrando con esa voz que se la
levantaría a un muerto. Los otros maderos también se querían apuntar, creyendo que
iba a montarse una orgía, pero Vanessa dijo que solo quería rollo con él. A Cara de
Mono le gustó la idea, seguro que nunca se había tirado a un pibón como ese sin
pagar, y los mandó a todos de vuelta a la base.
Periquito estaba esperando a Cara de Mono dentro del cuarto de baño con un M16
apuntando a la puerta. Su idea era que Vanessa se metiera en el baño y entonces, si
todo iba bien, llamara al teniente para que él también entrara en el baño y Periquito
pudiera coserlo a balazos. Pero en cuanto los dos llegaron al chabolo, Cara de Mono
se puso a desnudarla y, como Vanessa no tiene un pelo de tonta, le dejó hacer,
fingiendo que le gustaba. Ella a su vez logró quitarle el chaleco, después todo el
uniforme, y los dos se quedaron en bolas encima de la cama. La chica intentó ir al
baño, pero el poli no la dejaba levantarse. Entonces empezó a gemir muy alto, para
que se la oyera desde el baño. Periquito salió de puntillas y, cuando Cara de Mono lo
vio, ya tenía el cañón en la frente. Vanessa se zafó del abrazo del poli y le escupió en
aquella cara de mono.
Unos chavales ayudaron a Periquito a llevar el cadáver hasta el bosque, y él le
pegó fuego. Luego tuvo que largarse del morro, ya le habían avisado de que si mataba
al madero se iba a liar la de Dios, y vaya si se lio. Hubo varios operativos por culpa
de aquel asunto. Pero el caso es que al cabo de un mes ya estaba todo tranquilo en la
plaza de Cachopa.
Después de que no lograran encontrar por ninguna parte el cuerpo de Cara de
Mono, salió una foto en el periódico con la frase: «Los hijos del teniente Roberto de
Souza lloran en su entierro simbólico». Te lo juro, hasta yo, que odio a la policía,
sentí un poco de pena al ver a esos niños.
El ciego
El señor Matías es ciego de nacimiento. Nunca ha visto el mar, ni un arma, ni a una
mujer en bikini. Aun así, vive su vida y anda por todas partes como si viviera en un
mundo hecho para la gente como él. Gente que no ve, pero que oye, huele, toca,
siente y habla.
Y, en su caso, habla muy bien. El trabajo del señor Matías es llegar al corazón de
los pasajeros del autobús. Para alcanzar su objetivo, les dedica un juego de palabras y
unos sonidos angustiosos, la voz mezclada con el ruido de la ciudad, el cascabeleo de
las monedas en el vaso de plástico, el bastón de aluminio golpeando siempre el suelo
del autobús de derecha a izquierda.
Todo depende de cómo lleven el día sus potenciales patrocinadores. Si están a
primeros o a final de mes, si han comido bien o mal, si creen o no en Dios, si son
vulnerables a los sentimientos o están blindados contra el mundo exterior. De todas
formas, aun teniendo en cuenta todo eso, el señor Matías consigue facturar una suma
razonable a la semana, trabajando un día sí y otro no.
De pequeño, Matías no soportaba la compañía de otros niños, que parloteaban
todo el rato a una velocidad absurda, las voces mezcladas, saltando de un tema a otro,
superponiendo las imágenes; las palabras siempre se escapaban volando. Por eso
prefería conversar con los ancianos, que tenían la paciencia necesaria para tratar de
explicarle detalladamente la forma de las cosas, con un esmero que solo permite la
soledad de los viejos. El cielo, los ríos, las ratas, la lluvia, el vuelo de las cometas, el
arcoíris, todas esas cosas cotidianas que se mencionan sin pensar.
En cuanto se aprendió los caminos del morro empezó a jugar solo por los
callejones, como quien entrecierra los ojos para fingir que no ve, escuchando la vida
que discurría a su alrededor, percibiendo el olor del perfume de las mujeres, de la
marihuana de los muchachos, de los almuerzos y de las cloacas, satisfecho al
descubrir sus propios relatos sin tener que compartirlos con nadie.
Cuando tenía seis años, su padre desapareció, se esfumó sin dejar rastro. Según la
versión más extendida, lo habían matado por meter la gamba. Lo cual no era de
extrañar, teniendo en cuenta el estado en que terminaba cuando empinaba el codo.
Los traficantes ya le habían dado varios toques y todo apuntaba a que desde hacía
tiempo tenía una plaza reservada en alguna cuneta. Lo extraño de esa historia es que
en el morro nadie dijo nada, nadie sabía nada. Al no aparecer el cadáver, el caso
quedó eternamente en el aire, un misterio sin resolver.
Años después, todavía aparecía alguno diciendo que había visto a Raimundo no
sé dónde, haciendo no sé qué. Desde luego en su casa no lo echaban de menos para
nada. Doña Sueli, que se había pasado la vida jurando que, como no se acabaran las
palizas, un día iba a echarle agua hirviendo en el oído a aquel desgraciado, podía
descansar con la tranquilidad de no tener que cumplir el juramento. Lo que sí se echaba en falta era el dinero que Raimundo llevaba a casa, porque, las cosas como
son, cuando no bebía ni se metía en líos, el hijo de puta daba el callo. Y por poca que
fuera la pasta que lograba traspasar los límites de la taberna y llegar a la mesa
familiar, su ausencia fue suficiente para obligar a doña Sueli a doblar la jornada de
trabajo; y al tener que salir por la mañana y volver por la noche, empezó a convivir
con los comentarios malintencionados del vecindario.
Como es natural, los hermanos de Matías fueron quitándose de en medio. Marcos
se lio con una mujer mayor que él, con hijo y todo, y se fue a vivir con ella. A
Mariana, la pequeña, le hicieron un bombo y se mudó con el padre del bebé. Cuando
doña Sueli cayó enferma, el único que estuvo a su lado fue Matías. Las vecinas, las
mismas que antes chismorreaban, empezaron a cuidar de ella. Unas cuantas veces al
día, mientras ayudaban a la vieja a ir al baño o le daban de comer en la cama, le
preguntaban qué andaban haciendo sus otros hijos en un momento así en lugar de ir a
cuidar de su madre. Doña Sueli respondía implacable: «Yo no he criado a mis hijos
para mí. ¡Los he criado para el mundo!».
Tras el entierro de la madre, mientras volvía del cementerio acompañado por los
vecinos, Matías pensaba en lo que iba a hacer para salir adelante. Tenía que seguir
alimentándose, pero no se le ocurría ninguna ocupación en la que pudiera encajar. Se
negaba a quedarse en la calle agitando una taza con monedas, como algunos le
sugerían. Decidió que, puestos a mendigar, mejor hacerlo comunicándose con la
gente, contando la historia de su vida.
Pasó días ensayando lo que diría cuando estuviera en el autobús, delante de su
auditorio. Hablaba de su madre, de su padre desaparecido. De lo difícil que era para
un ciego conseguir trabajo en la ciudad. Y, por último, rogaba a Dios que los
bendijera a todos, tanto a los que podían ayudarlo como a los que no.
No tardó en salir de casa para subirse a los buses y pasó a vivir de la calderilla
que le daban las personas a las que conmovía o incomodaba con su cantinela. Los
primeros días todo parecía muy fácil, sacaba dinero y se había aprendido la historia
de memoria, bien estructurada en todas sus partes. Pero la realidad fue aflorando poco
a poco. La experiencia de estar repitiendo un día tras otro la historia de su vida se
volvió cada vez más dolorosa y vivir de la caridad se convirtió en un infierno.
La soledad fue ganando peso. El señor Matías empezó a frecuentar a un niño al
que todos apodaban Dibujo y que según decían iba para delincuente. El chiquillo
andaba de recadero arriba y abajo, recogiendo un pedido de comida para los
traficantes, yendo a pillar coca para los farloperos. Después se gastaba el dinero
fumando porros en el mismo punto de venta donde hacía los recados, para hacerse
notar. Un día Matías lo invitó a hacer la ruta de los autobuses. Con la compañía de
Dibujo, los donativos aumentaron enseguida. Si lo mirabas con atención, el niño
hasta se parecía a Matías, y ya se sabe que todo el mundo se muere de pena con los
hijos de los ciegos. Dibujo se dio cuenta de que ganaba mucho más con Matías que
de recadero en el morro, y con ese trabajo su madre estaba mucho más feliz.
Con el paso de los años, la presencia del niño fue perdiendo gancho. Algunos
pasajeros llegaron a decir que un chaval de ese tamaño ya estaba en condiciones de
poner algún tejado, de levantar un muro. El señor Matías prefirió seguir solo; la
vejez, cada vez más evidente, le venía bien para el trabajo. Al cumplir los dieciséis,
Dibujo alquiló una moto y empezó a trabajar de mototaxi. Durante el tiempo en que
habían salido a pedir juntos, nunca habían tenido mucho que decirse uno al otro; no
obstante, tras disolver la sociedad, Dibujo nunca se apartó del todo del señor Matías.
Al terminar la jornada, el chaval se pasa por la chabola de los camellos, compra toda
la hierba y la coca que puede con el dinero del viejo y los dos se tiran la noche entera
fumando y esnifando mano a mano, enfrascados en una de esas charlas asfixiantes en
las que nadie se mira a los ojos.
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