Dos cuentos de Geovani Martins│Narrabooks


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La historia de Periquito y Cara de Mono 


Cuando las unidades de la Policía Pacificadora ocuparon el morro, lo de pillar maría se puso muy chungo. No te imaginas la paranoia; nadie quería asomar la nariz, solo había niños haciendo recados para los camellos. Mocosos de ocho, nueve años. A veces me daba lástima ver a los niños metidos en ese rollo, pero las personas nos acostumbramos a unas movidas tan siniestras que la lástima es algo que pasa rápido. Y todo el mundo siguió pillando droga. 

Lo mejor que pudiste hacer, colega, fue largarte a Ceará un poco antes de aquella época, te lo digo en serio. La situación se volvió muy loca, la pasma hostigando, irrumpiendo en las casas, humillando a los vecinos por cualquier chorrada. Ya sabes cómo son. Sobre todo con el telediario hablando de ellos sin parar, tenías que haberlo visto. Los muy flipaos encontraban una pistola escondida, media docena de walkie talkies, y venga, ya era noticia de primera plana, y todo dios convencido de que así se iba a acabar con el tráfico. Hay que ser idiota, en serio. Que les pregunten cuántos fusiles encontraron, cuántos alijos gordos, cuántos criminales de verdad. Alucino cuando me doy una vuelta por la ciudad y veo que nadie tiene ni idea de lo que pasa por aquí arriba. 

La movida no tardó en salirse de madre. Los parapoliciales resolvían el asunto a las bravas, los drogatas atracaban bares, asaltaban a los vecinos del barrio, hasta robaron en una tienda Ricardo Eletro. Cuando los manguis se encerraron en sus madrigueras y entraron los maderos, esto se volvió tierra de nadie, colega. Sobre todo porque los capos del morro se piraron a otras favelas que estaban más tranquilas. Los que nos jodimos fuimos los vecinos de a pie, como siempre. La policía nos paraba a todas horas para preguntarnos adónde íbamos, qué andábamos haciendo. A tomar por culo, joder…, ¿he nacido y me he criado en esta mierda para que ahora venga un policía a pedirme explicaciones? Todo el mundo andaba echando pestes. 

En esas estábamos cuando se reactivó el negocio: los narcos desempolvaron las armas, pusieron más gente a trabajar y levantaron el ánimo de los camellos para volver a hacer pasta. Al principio fue muy jodido, todo eran tiroteos. Hacía años que no se pegaban tantos tiros en la Rocinha. Casi no se hablaba de otra cosa, amanecíamos esperando los disparos. Al principio era solo para asustar a la policía, para que vieran que la cosa no iba en broma, pero enseguida empezó a morir gente de los dos bandos. 

Al cabo de un tiempo, unos y otros se cansaron de pasarse el día entero a tiro limpio y se retiraron a sus posiciones. La policía se quedaba en su sitio, los maleantes en el suyo, y fue recuperándose la normalidad. Ya podías hasta fumarte un porrito en la calle; a escondidas, pero podías. La putada fue que la hierba era cada vez peor. Me explico: cuando la Pacificadora entró en el morro, a los dos días ya se podía pillar marihuana, solo que no era la hierba de siempre. Nunca he llegado a entenderlo. ¿Te acuerdas de la bengala, la hidropónica? ¿En tu época ya rulaba? Pues eso, ya sabes que siempre venía escasa, pero es que colocaba mogollón. Lo recuerdo como si fuese hoy, colega, justo un día antes de que entrara la policía. Se respiraba una tensión del carajo, nadie sabía lo que podía pasar. Corría el rumor de que los narcos no iban a entregar el morro, sino que iban a liarse a tiros con la madera hasta no aguantar más, confiando en convertirse en noticia para que el gobernador de Río mandara detener la operación. El argumento era que el morro es muy grande y los narcos podrían dispersarse por todas partes y no dejar entrar a la poli. En algún momento tendrían que parar el tiroteo, para no poner en peligro a los vecinos. Según otro rumor, iban a entregar el morro al instante para recuperarlo después, de nada servía intercambiar disparos con los maderos, se decía que estos iban a subir con el ejército y toda la vaina, como ya habían hecho en Alemão. Pero en realidad nadie sabía nada con certeza, esa era la jodienda. No hay nada peor que ponerte a imaginar una movida que sabes que va a ocurrir pero no sabes cómo. Hasta que un día, justo el último antes de la ocupación, fui a pillar hierba a vía Ápia porque en esa época yo vivía en un cuarto alquilado allí mismo, en travesía Katia, y al llegar al local de los camellos me encontré a Renatinho, un amigo de toda la vida, habíamos ido al cole juntos. Yo ni siquiera sabía que había vuelto a trapichear. La última vez que nos habíamos visto él estaba trabajando en una farmacia de São Conrado y a punto de ser padre de una niña. En el local, todo el mundo intentaba aparentar normalidad, pero se notaba algo raro en el ambiente. Te suelto este rollo porque recuerdo que ese día pillé bengala, y fue la última vez. Después de la ocupación de la policía empezaron a vender esta hierba vieja, toda reseca, esta alfalfa del demonio que fumamos ahora. 

Entonces, cuando todo el mundo creía que lo peor ya había pasado, entra en escena Cara de Mono. Era un teniente hijo de puta que llegó arrasando. Lo que daba más rabia era que su objetivo no eran los traficantes. No, el tipo iba a por los drogatas. Decía que la culpa del narco la tenían los toxicómanos. La madre que lo parió, colega, tenías que haberlo visto. En esa época yo me había mudado otra vez a Cachopa y justamente allí hacía la ronda Cara de Mono. Todos los días aparecía de repente, siempre a una hora distinta; si pescaba a alguien fumando o esnifando, o sospechaba que estaba allí para comprar droga, lo molía a palos. En serio, no sentía ninguna lástima el hijo de puta. Al primer farlopero que pilló metiéndose una raya en el callejón lo obligó a esnifarse una papela entera delante de él, de un tirón. A la una del mediodía, con todo el solazo. Después empezó a golpearle la cabeza contra la pared, le dejó la cara hecha un mapa. 

Otro día, aquello ya fue la hostia, hizo meterse a Negrito en una cloaca. El chaval estaba fumando en la cuesta de Vila Verde y cuando vio aparecer a los maderos tiró el canuto a la cloaca. En qué hora, tío. Cara de Mono se puso hecho una fiera. Le puso la pistola en la cara y le preguntó dónde había comprado la marihuana. Negrito le dijo que en Parque União, que todo el mundo iba a pillar allí porque en el morro ya no se movía hierba. Cara de Mono le dio tal culatazo en la cabeza que Negrito empezó a sangrar al instante. Le repitió la pregunta y le dijo que si no contestaba le iba a pegar un tiro en la jeta, o si no iba a tener que lanzarse a la cloaca. Negrito no se lo pensó dos veces y saltó. Ahora todo el mundo dice que el chaval tiene leptospirosis, la enfermedad esa que se agarra si tocas meado de rata. 

Pero el auténtico pifostio se armó cuando Cara de Mono pescó a un niño pijo que bajaba por la cuesta de Cachopa. El pijo llevaba marihuana, coca, pastis, lanzaperfume y de todo en la mochila. Lo había traído Sushi para que hiciera la compra del mes. El teniente le montó un pollo en la carretera de Gávea, delante de todo el mundo. Le dijo que no se quejara si un día le pegaban un tiro, porque estaba dando dinero a los maleantes para que luego estos compraran armas. Esos maderos son la hostia de graciosos, como si no fueran ellos los que venden las armas en los morros. Pero la cosa no quedó ahí, porque el pijo no se achantó, sino que empezó a discutir con el teniente y se vino arriba. Cara de Mono dio marcha atrás, muy cubiertas debía de tener las espaldas el niñato aquel para hablarle en ese tono. Y vaya si las tenía: era hijo de un juez, de un magistrado, yo qué sé, una movida de esas con las que los polis se cagan de miedo. 

Hostias, chaval, Cara de Mono se volvió loco, dicen que salió de allí echando espuma por la boca como un perro rabioso y que al subir la cuesta ya iba pensando en hacer alguna maldad. El vigía lo vio y salió pitando para dar el agua a los chavales que estaban en la calle. Pero justo entonces el teniente vio a Buiú fumando un porro con Limón en una azotea. Resulta que en esa época varios polis habían dicho que, si queríamos fumar hierba, teníamos que fumarla en las azoteas. Entre otras cosas porque ni saben cómo se sube a las azoteas, siempre han sido el sitio más seguro del morro. Pues, mira, Cara de Mono se apostó por allí cerca hasta que bajaron los chavales. Y en cuanto bajaron se les acercó con sigilo y les echó el guante a los dos. Pero esa vez no hizo nada en la calle, sino que se los llevó a la casa del maestro, que en esa época ya era la base de la poli, y los puso finos. La noche entera estuvieron haciéndoles putadas, dicen que hasta les metieron una zanahoria por el culo, se pasaron mucho. 

Lo que Cara de Mono no sabía era que Buiú era hermano de leche de Periquito el Ráfagas. Un menda que está grilladísimo, las cosas como son. Para empezar porque para abrirse paso en el mundo del narco con esa voz de pito, aunque sea por un problema de garganta, hay que ser una bestia parda pegando tiros. Y él se hizo un nombre justamente en la época de más tiroteos, se convirtió en mano derecha del amo y señor del morro y toda la hostia. Bueno, el caso es que Periquito, que ya tenía entre ceja y ceja a los maderos de Cachopa, estalló del todo cuando se enteró de la movida de Buiú. Solo hablaba de vengar a su hermano. Al principio la gente pensaba que lo decía porque tenía que decirlo y que no iba a pasar de ahí. Pero con el tiempo se dieron cuenta de que el tipo hablaba en serio y trataron de convencerlo para que desistiera, le decían que no se rayase con esa historia, que si mataba al poli la mierda les iba a salpicar a todos. 

Pero ya estaba decidido. Un hombre de verdad no deja que nadie toque a su familia. En eso le doy la razón. Lo malo es que Cara de Mono siempre hacía la ronda con otros cuatro o cinco y no era fácil liarse a tiros él solo contra toda esa tropa, no era plan. Periquito ya ni pegaba ojo, se pasaba las noches en blanco metiéndose rayas y maquinando la venganza. Hasta que un día se le iluminó la bombilla y lo vio claro. 

Para llevar a cabo el plan, necesitaba una chica que estuviera muy buena, algo que, modestia aparte, en Cachopa no falta. Pero no bastaba con que estuviera buena, tenía que ser una tía espabilada y con muchas horas de vuelo. Entonces pensó en Vanessa. Primero, porque está como un tren y, segundo, porque ya llevaba tiempo haciendo la calle, o sea que tenía la experiencia y la sangre fría necesarias para seguir las instrucciones de Periquito. 

El plan era llevarse a Cara de Mono a un chabolo que Periquito había alquilado únicamente para esa movida. Eso fue fácil. Vanessa llamó al poli desde una esquina y le dijo que se acercara, como si fuera una soplona, porque tenía algo importante que contarle. Y el poli se acercó, claro, ¿quién no se acercaría? Ella le dijo que los hombres de uniforme la ponían muy cachonda, que ya había soñado varias veces con él y se había despertado toda mojada, y se lo dijo susurrando con esa voz que se la levantaría a un muerto. Los otros maderos también se querían apuntar, creyendo que iba a montarse una orgía, pero Vanessa dijo que solo quería rollo con él. A Cara de Mono le gustó la idea, seguro que nunca se había tirado a un pibón como ese sin pagar, y los mandó a todos de vuelta a la base. 

Periquito estaba esperando a Cara de Mono dentro del cuarto de baño con un M16 apuntando a la puerta. Su idea era que Vanessa se metiera en el baño y entonces, si todo iba bien, llamara al teniente para que él también entrara en el baño y Periquito pudiera coserlo a balazos. Pero en cuanto los dos llegaron al chabolo, Cara de Mono se puso a desnudarla y, como Vanessa no tiene un pelo de tonta, le dejó hacer, fingiendo que le gustaba. Ella a su vez logró quitarle el chaleco, después todo el uniforme, y los dos se quedaron en bolas encima de la cama. La chica intentó ir al baño, pero el poli no la dejaba levantarse. Entonces empezó a gemir muy alto, para que se la oyera desde el baño. Periquito salió de puntillas y, cuando Cara de Mono lo vio, ya tenía el cañón en la frente. Vanessa se zafó del abrazo del poli y le escupió en aquella cara de mono. 

Unos chavales ayudaron a Periquito a llevar el cadáver hasta el bosque, y él le pegó fuego. Luego tuvo que largarse del morro, ya le habían avisado de que si mataba al madero se iba a liar la de Dios, y vaya si se lio. Hubo varios operativos por culpa de aquel asunto. Pero el caso es que al cabo de un mes ya estaba todo tranquilo en la plaza de Cachopa. 

Después de que no lograran encontrar por ninguna parte el cuerpo de Cara de Mono, salió una foto en el periódico con la frase: «Los hijos del teniente Roberto de Souza lloran en su entierro simbólico». Te lo juro, hasta yo, que odio a la policía, sentí un poco de pena al ver a esos niños.



El ciego


El señor Matías es ciego de nacimiento. Nunca ha visto el mar, ni un arma, ni a una mujer en bikini. Aun así, vive su vida y anda por todas partes como si viviera en un mundo hecho para la gente como él. Gente que no ve, pero que oye, huele, toca, siente y habla. 

Y, en su caso, habla muy bien. El trabajo del señor Matías es llegar al corazón de los pasajeros del autobús. Para alcanzar su objetivo, les dedica un juego de palabras y unos sonidos angustiosos, la voz mezclada con el ruido de la ciudad, el cascabeleo de las monedas en el vaso de plástico, el bastón de aluminio golpeando siempre el suelo del autobús de derecha a izquierda. 

Todo depende de cómo lleven el día sus potenciales patrocinadores. Si están a primeros o a final de mes, si han comido bien o mal, si creen o no en Dios, si son vulnerables a los sentimientos o están blindados contra el mundo exterior. De todas formas, aun teniendo en cuenta todo eso, el señor Matías consigue facturar una suma razonable a la semana, trabajando un día sí y otro no. 

De pequeño, Matías no soportaba la compañía de otros niños, que parloteaban todo el rato a una velocidad absurda, las voces mezcladas, saltando de un tema a otro, superponiendo las imágenes; las palabras siempre se escapaban volando. Por eso prefería conversar con los ancianos, que tenían la paciencia necesaria para tratar de explicarle detalladamente la forma de las cosas, con un esmero que solo permite la soledad de los viejos. El cielo, los ríos, las ratas, la lluvia, el vuelo de las cometas, el arcoíris, todas esas cosas cotidianas que se mencionan sin pensar. 

En cuanto se aprendió los caminos del morro empezó a jugar solo por los callejones, como quien entrecierra los ojos para fingir que no ve, escuchando la vida que discurría a su alrededor, percibiendo el olor del perfume de las mujeres, de la marihuana de los muchachos, de los almuerzos y de las cloacas, satisfecho al descubrir sus propios relatos sin tener que compartirlos con nadie. 

Cuando tenía seis años, su padre desapareció, se esfumó sin dejar rastro. Según la versión más extendida, lo habían matado por meter la gamba. Lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta el estado en que terminaba cuando empinaba el codo. Los traficantes ya le habían dado varios toques y todo apuntaba a que desde hacía tiempo tenía una plaza reservada en alguna cuneta. Lo extraño de esa historia es que en el morro nadie dijo nada, nadie sabía nada. Al no aparecer el cadáver, el caso quedó eternamente en el aire, un misterio sin resolver. 

Años después, todavía aparecía alguno diciendo que había visto a Raimundo no sé dónde, haciendo no sé qué. Desde luego en su casa no lo echaban de menos para nada. Doña Sueli, que se había pasado la vida jurando que, como no se acabaran las palizas, un día iba a echarle agua hirviendo en el oído a aquel desgraciado, podía descansar con la tranquilidad de no tener que cumplir el juramento. Lo que sí se echaba en falta era el dinero que Raimundo llevaba a casa, porque, las cosas como son, cuando no bebía ni se metía en líos, el hijo de puta daba el callo. Y por poca que fuera la pasta que lograba traspasar los límites de la taberna y llegar a la mesa familiar, su ausencia fue suficiente para obligar a doña Sueli a doblar la jornada de trabajo; y al tener que salir por la mañana y volver por la noche, empezó a convivir con los comentarios malintencionados del vecindario. 

Como es natural, los hermanos de Matías fueron quitándose de en medio. Marcos se lio con una mujer mayor que él, con hijo y todo, y se fue a vivir con ella. A Mariana, la pequeña, le hicieron un bombo y se mudó con el padre del bebé. Cuando doña Sueli cayó enferma, el único que estuvo a su lado fue Matías. Las vecinas, las mismas que antes chismorreaban, empezaron a cuidar de ella. Unas cuantas veces al día, mientras ayudaban a la vieja a ir al baño o le daban de comer en la cama, le preguntaban qué andaban haciendo sus otros hijos en un momento así en lugar de ir a cuidar de su madre. Doña Sueli respondía implacable: «Yo no he criado a mis hijos para mí. ¡Los he criado para el mundo!». 

Tras el entierro de la madre, mientras volvía del cementerio acompañado por los vecinos, Matías pensaba en lo que iba a hacer para salir adelante. Tenía que seguir alimentándose, pero no se le ocurría ninguna ocupación en la que pudiera encajar. Se negaba a quedarse en la calle agitando una taza con monedas, como algunos le sugerían. Decidió que, puestos a mendigar, mejor hacerlo comunicándose con la gente, contando la historia de su vida. 

Pasó días ensayando lo que diría cuando estuviera en el autobús, delante de su auditorio. Hablaba de su madre, de su padre desaparecido. De lo difícil que era para un ciego conseguir trabajo en la ciudad. Y, por último, rogaba a Dios que los bendijera a todos, tanto a los que podían ayudarlo como a los que no.

No tardó en salir de casa para subirse a los buses y pasó a vivir de la calderilla que le daban las personas a las que conmovía o incomodaba con su cantinela. Los primeros días todo parecía muy fácil, sacaba dinero y se había aprendido la historia de memoria, bien estructurada en todas sus partes. Pero la realidad fue aflorando poco a poco. La experiencia de estar repitiendo un día tras otro la historia de su vida se volvió cada vez más dolorosa y vivir de la caridad se convirtió en un infierno. 

La soledad fue ganando peso. El señor Matías empezó a frecuentar a un niño al que todos apodaban Dibujo y que según decían iba para delincuente. El chiquillo andaba de recadero arriba y abajo, recogiendo un pedido de comida para los traficantes, yendo a pillar coca para los farloperos. Después se gastaba el dinero fumando porros en el mismo punto de venta donde hacía los recados, para hacerse notar. Un día Matías lo invitó a hacer la ruta de los autobuses. Con la compañía de Dibujo, los donativos aumentaron enseguida. Si lo mirabas con atención, el niño hasta se parecía a Matías, y ya se sabe que todo el mundo se muere de pena con los hijos de los ciegos. Dibujo se dio cuenta de que ganaba mucho más con Matías que de recadero en el morro, y con ese trabajo su madre estaba mucho más feliz.

Con el paso de los años, la presencia del niño fue perdiendo gancho. Algunos pasajeros llegaron a decir que un chaval de ese tamaño ya estaba en condiciones de poner algún tejado, de levantar un muro. El señor Matías prefirió seguir solo; la vejez, cada vez más evidente, le venía bien para el trabajo. Al cumplir los dieciséis, Dibujo alquiló una moto y empezó a trabajar de mototaxi. Durante el tiempo en que habían salido a pedir juntos, nunca habían tenido mucho que decirse uno al otro; no obstante, tras disolver la sociedad, Dibujo nunca se apartó del todo del señor Matías. Al terminar la jornada, el chaval se pasa por la chabola de los camellos, compra toda la hierba y la coca que puede con el dinero del viejo y los dos se tiran la noche entera fumando y esnifando mano a mano, enfrascados en una de esas charlas asfixiantes en las que nadie se mira a los ojos.

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