“Cincuenta y siete años, una nueva caída política, separado
de mi mujer y de mis hijos hace seis años, sin esperanza de reunirme a ellos,
sin fortuna, sin estado, la realidad de la miseria presente, y la perspectiva
de sus inseparables compañeras, la humillación y la ignominia, son los motivos
que me determinan a abreviar mis días, convencido, por otra parte, de que hay
más valor en darse muerte que en dejarse degradar…”
Luís Perú de Lacroix, París, enero de 1837
1
Esta vida es realmente estúpida, ridícula.
Limpiarse el
culo, por ejemplo. No he querido hacerlo más después del accidente. Mi mujer lo
hace por mí. Se envuelve papel higiénico en la mano, cubierta con una bolsa
plástica. Yo me acomodo delado sobre el borde del bacín y ella se encarga. No
le parece suficiente. Acerca la manguera del agua, me para el chorro entre las
nalgas y vuelve a limpiar; esta vez con la yema de los dedos. Se demora un
poco. “¿Te gusta? –me dice-. Tú ibas a ser marica”, Bromea.
Finalmente me
toma por los testículos. Me los exprime.
-Deberías hacerlo
tú mismo- me dice, levantándose.
-¡Cómo no!-
Contesto, con una frase que no deja de ser una estupidez.
No es realmente
lo que quiero decir. Dentro de mí, pensamiento y palabra no concuerdan. Lo que
sale de mis labios no es lo que suelo pensar ni lo que espero decir. Lo que
pienso y desearía decir, siempre es peor. Hay alguien que lleva las riendas
dentro de mí. No me deja expresar. Me mantiene frenado, como con una rienda de
caballo. “Afasia motora”, ha dicho el doctor que me atendió después del accidente.
Se me han grabado las dos palabrejas. Claro que si me pidieran que las expresara
sería incapaz. Diría, por ejemplo: “Adentro”, o “afuera”. “Adentro” y “afuera”,
son las palabras que suelo repetir. Aun queriendo expresar otra cosa, digo
“afuera”, o digo “adentro”. Es algo que está lejos de mi dominio. Claro que digo
otras palabras. Casi todas insultos. Pero debo hacer un gran esfuerzo para poder
insultar. Tiene que salirme desde adentro. Como un grito:
-“¡Hijueputaaaaaaaa!”
-¡Más
hijo’eputa eres tú! - contesta con otro grito mi mujer.
-¡Uno se jode cuidándote
y así es como le pagas!
Yo me pregunto:
¿por qué no me deja tranquilo el culo y listo? Yo no le he pedido que me
limpie. Lo hace porque es su costumbre. Es la costumbre de todo el mundo.
Incluido los locos y los curas. Después de defecar todos se limpian el culo. Deberían
hacer lo mismo con la boca cuando terminan de hablar. La boca de la mayoría de
las personas que conozco necesita mucha más asepsia que el culo. Luego de
limpiarme, me subo con dificultad la pantaloneta. Mi mujer me mira hacerlo. No
me ayuda. Alarga de nuevo la mano y me atrapa el sexo, flojo y descolgado. Otra
víctima del accidente. Lo mira sin entusiasmo. El fuerte apretón de su mano se
confunde con una árida caricia. Ella se desploma esperando que él se levante.
Él se consume, se refugia en sí mismo. Parece un hombrecito dormido con el ojo
guiñado.
-¡Chúpalo!- le
digo.
-¡Que lo chupe tu
madre!- dice ella, malhumorada, y sale del baño.
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