Mañana, cuando encuentren mi cadáver (1) - Adolfo Ariza


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“Cincuenta y siete años, una nueva caída política, separado de mi mujer y de mis hijos hace seis años, sin esperanza de reunirme a ellos, sin fortuna, sin estado, la realidad de la miseria presente, y la perspectiva de sus inseparables compañeras, la humillación y la ignominia, son los motivos que me determinan a abreviar mis días, convencido, por otra parte, de que hay más valor en darse muerte que en dejarse degradar…”

 Luís Perú de Lacroix, París, enero de 1837


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Esta vida es realmente estúpida, ridícula. 

    Limpiarse el culo, por ejemplo. No he querido hacerlo más después del accidente. Mi mujer lo hace por mí. Se envuelve papel higiénico en la mano, cubierta con una bolsa plástica. Yo me acomodo delado sobre el borde del bacín y ella se encarga. No le parece suficiente. Acerca la manguera del agua, me para el chorro entre las nalgas y vuelve a limpiar; esta vez con la yema de los dedos. Se demora un poco. “¿Te gusta? –me dice-. Tú ibas a ser marica”, Bromea.
     Finalmente me toma por los testículos. Me los exprime.
     -Deberías hacerlo tú mismo- me dice, levantándose.
     -¡Cómo no!- Contesto, con una frase que no deja de ser una estupidez.
     No es realmente lo que quiero decir. Dentro de mí, pensamiento y palabra no concuerdan. Lo que sale de mis labios no es lo que suelo pensar ni lo que espero decir. Lo que pienso y desearía decir, siempre es peor. Hay alguien que lleva las riendas dentro de mí. No me deja expresar. Me mantiene frenado, como con una rienda de caballo. “Afasia motora”, ha dicho el doctor que me atendió después del accidente. Se me han grabado las dos palabrejas. Claro que si me pidieran que las expresara sería incapaz. Diría, por ejemplo: “Adentro”, o “afuera”. “Adentro” y “afuera”, son las palabras que suelo repetir. Aun queriendo expresar otra cosa, digo “afuera”, o digo “adentro”. Es algo que está lejos de mi dominio. Claro que digo otras palabras. Casi todas insultos. Pero debo hacer un gran esfuerzo para poder insultar. Tiene que salirme desde adentro. Como un grito:
     -“¡Hijueputaaaaaaaa!”
     -¡Más hijo’eputa eres tú! - contesta con otro grito mi mujer.
     -¡Uno se jode cuidándote y así es como le pagas!
     Yo me pregunto: ¿por qué no me deja tranquilo el culo y listo? Yo no le he pedido que me limpie. Lo hace porque es su costumbre. Es la costumbre de todo el mundo. Incluido los locos y los curas. Después de defecar todos se limpian el culo. Deberían hacer lo mismo con la boca cuando terminan de hablar. La boca de la mayoría de las personas que conozco necesita mucha más asepsia que el culo. Luego de limpiarme, me subo con dificultad la pantaloneta. Mi mujer me mira hacerlo. No me ayuda. Alarga de nuevo la mano y me atrapa el sexo, flojo y descolgado. Otra víctima del accidente. Lo mira sin entusiasmo. El fuerte apretón de su mano se confunde con una árida caricia. Ella se desploma esperando que él se levante. Él se consume, se refugia en sí mismo. Parece un hombrecito dormido con el ojo guiñado.
     -¡Chúpalo!- le digo.
     -¡Que lo chupe tu madre!- dice ella, malhumorada, y sale del baño.



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